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Si la Difunta Correa hubiese sido mochilera…

Dicen que la fe no conoce de argumentos. Que mueve montañas, que no sabe de dudas.  Es curioso, porque lo mismo dicen del amor. En definitiva, puede que se trate de la misma cosa.

En 1840, Dalinda Antonia Correa encontró la desesperación. Es probable que la historia, que ya se convirtió en leyenda, esté adornada con pajaritos y flores extras; puede que en realidad su vida no haya sido la de una película de amor sin estrenar. Pero de que su fe y su amor la hicieron marchar sobre montañas, esas montañas que por no poder mover debió atravesar, no caben dudas.

Difunta-Correa-San-Juan

Dalinda Correa vivía, en aquel entonces, en un pequeño paraje al sur de Valle Fértil, San Juan. Las lenguas lugareñas, que para el chismerío de siesta son mandadas a hacer, afirman con falaz certeza que la belleza de Dalinda era su peor castigo. En aquellas épocas, claro está, las mujeres no eran como las de ahora.  Supongo que si la Srita. Correa hubiese nacido en nuestros tiempos, habría sabido cotizar bien sus atributos, ya fuera detrás de algún escritorio o delante de alguna cámara de TV. Tal vez, se me ocurre, nunca habría llegado a obtener el mórbido título de Difunta, y sería Dalindaaaaa Correaaaaaaa y bailaría o cantaría por un sueño, entre chismoseos y pasillos de canal. Pero no. A ella le tocó nacer en el siglo antepasado, donde la belleza física más que una gracia era un castigo. Más que sobrarle, los pretendientes la acosaban, y los hombres de poder y dudosa reputación hacían guardia en su puerta. Al menos, eso es lo que dicen. Dicen también que el corazón y la nobleza de Dalinda eran por igual de íntegros, y que ella decidió casarse con un hombre de bien, despreciando a la corte que la festejaba con insistencia. Clemente Bustos fue el afortunado.

Según este no-tan-cuento-de-hadas cuyano, Dalinda y Clemente fueron a vivir a una rústica casa de adobe, y al poco tiempo engendraron un hijo. El pacto firmado ante Dios no fue impedimento para que los pretendientes de esta no-tan-princesa siguieran acechando. Y sin redes sociales desde donde intentar quebrantar la relación, los hombres poderosos reclutaron a su marido, cuando el bebé tenía apenas unos meses de vida. La guerra civil que tenía lugar en el país por aquél entonces propició el escenario del secuestro. Sin nadie que cuidara de ella, Dalinda se volvería un blanco fácil.

Si hoy, que las distancias han sido mutiladas a fuerza de teclado y redes inalámbricas, cuesta imaginarse la desolación de esta indefensa mujer, lo que debe haber sido entonces, que la pobre cargó a su hijo y se fue por el cerro detrás de su esposo, siguiendo las huellas del ejército. Así de desesperada estaba. Tres días caminó por el desierto de Ampacama. 60 km, ni más ni menos. Pero Dalinda no estaba preparada, y así fue como tras su larga caminata cayó rendida, abatida por la sed. Ni el amor ni la fe le fueron suficientes para encontrar a Clemente. Pero antes de abandonarlo todo, la valiente caminante acomodó a su pequeño para darle de amamantar. Dos días después fue encontrada muerta en el desierto. Su bebé, en cambio, seguía vivo. Alimentado por la leche materna logró sobrevivir. Ese, dicen, fue el primer milagro, y el origen de la leyenda.

El santuario minimalista que los arrieros levantaron en su honor, hoy se despliega como un Disneylandia de ofrendas. Yo lo observo, anonadada. De la Difunta Correa había oído miles de historias, y más de una vez pesqué a mi abuelo dejando en su voto una botella de agua. Lo que nunca me imaginé es este despliegue de fe materializado de manera tan folklórica y tan pintoresca a la vez. No es que se trate de una vulgaridad comercial, como tantas otras veces he visto. Por el contrario, todo lo que aquí está expuesto ha sido construido y traído por los propios fieles.

Difunta-Correa

Lo primero que me llama la atención son las centenas de placas en agradecimiento por todas las paredes. Hay muchas (placas y paredes), porque el centro de adoración se despliega en una serie de salones dedicados a cada pedido. En el principal, descansa una escultura tamaño real que representa el cuerpo de Dalinda y su bebé en brazos. El interior rebasa de cartelitos, fotos y velas. Hasta ahí, podemos decir, todo normal. Lo curioso, son las salas siguientes. Hay una dedicada a agradecer la vivienda, y está repleta de casitas de juguete; otra tomada por los camioneros (sus protegidos), en donde decenas de camioncitos replica de vehículos reales son exhibidos; y otra llena de vestidos de novia de todos talles y colores. Y si la novia no tiene para comprar un vestido y dejarlo en ofrenda, puede alquilar uno de los que están allí expuestos. Más arriba, subiendo por un puente cubierto de patentes de vehículos y más casitas, está el sitio donde se prenden las velas y se hacen las peticiones. Es la primera vez que visito un lugar de estas características y siento tanta paz. Todo me parece hermoso, empezando por la historia en sí.

casas-Difunta-Correa

camioneros-difunta-correa

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Mientras saco algunas fotos y me deleito con los detalles de las maquetas, trato de pensar cómo habría reaccionado yo en su lugar. No lo dudo: hubiera hecho lo mismo. Pero claro, yo soy mochilera. ¿Y qué tal si Dalinda lo hubiese sido? Ya lo sé, una mochilera en 1840 es algo imposible…pero no inimaginable. Por empezar, si Dalinda Correa hubiera sido mochilera, probablemente no sería la Difunta Correa, no tendría un santuario, y los miles de fieles se tomarían el agua antes de dejarla reposar al sol. Tal vez habría hecho dedo, se habría hospedado en la casa de algún couch y habría encontrado los contactos para dar con su marido antes de encontrarse con la muerta. O no. A lo mejor habría leído Into The Wild, e inspirada por McCandless se habría mandado igual por el medio del cerro, en comunión con la cruda naturaleza cuyana. Ahora que lo pienso, si la Sra. Correa hubiera sido mochilera, habría sido una pionera en el género, tan revolucionaria como milagorsa ahora, y tal vez tendría su santuario igual, sólo que en lugar de camioneros dejando botellas de agua, habría gringos acampando y cantando alrededor el fogón. Y si lo vuelvo a pensar, eso sería material para una nota barata de Lonely Planet, estaría lleno de bloggers escribiendo tips sobre el lugar, y la magia que tiene este paisaje quedaría completamente perdida. La verdad, menos mal que no fuiste mochilera, Difunta Correa…

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La imagen de un señor rezando frente a una placa me trae de regreso de mis pensamientos. Sé que mi abuelo colgó una por acá, hace muchos años. Compro una estampita tamaño postal y me la llevo en mi cuaderno de viajes. La santa madraza terminó por inspirarme. Ya lo dije, se respira paz en este lugar.

 Atenti, que investigando un poco descubrí que aunque Dalinda Correa no fue mochilera…¡tiene un blog!

Y aquí les dejo un video que saqué justamente de ese blog, donde su historia está explicada de una manera muy entretenida:

Este post pertenece a la serie del Blogtrip San Juan, organizado por el Ministerio de Turismo de la Nación Argentina, en su campaña “Viajá por tu país”. Todos los contenidos editoriales, como siempre, son míos y de nadie más 🙂

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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