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Desafío Islandia (3): Desconectar en Reykjavik

Aire

No importa cuánto tiempo lleve viajando: los primeros momentos en un lugar desconocido siempre me marcan. Puede ser un color, un sonido, un aroma nuevo. Hay una lucha de estímulos librando una batalla por ganar mi atención. Basta con cruzar la aduana, salir del aeropuerto, poner un pie. Entonces todo ese país nuevo se vuelve instante y ese instante, eso que siento antes que cualquier otra cosa, se vuelve un recuerdo para siempre.

Mi primer pensamiento de Reykjavik fue con los pulmones. Siempre me inquietó la involuntariedad de la respiración, la falta de conciencia en ese pequeño ingresar de mundo a mi cuerpo. Aterrizamos y era de día aunque ya era de noche, y lo primero que hice fue respirar. Sentí de golpe un aire nuevo que me estaba llenando, tan limpio que hasta parecía inflado. Cerca del cielo, aire de norte, frío polar. Quise respirar por encima de la respiración constante, ganas de respirar de más. “Voy a llenarme de Islandia”, me dije. Después por algún motivo aleatorio se me ocurrió que este frío tenía algo que ver con la sanación y que esa sanación tenía que ver con desconectarse y me tranquilicé, y tuve muchas ganas de caminar a todas partes pero seguía siendo de noche de día y como ya no sabía cuántas horas hacía que estaba despierta, decidí irme a dormir.

Luz

Me desperté con la luz en los párpados. Nunca supe si en algún momento de la noche el sol se había ido a dormir. Después tendría que debatirme entre amar las horas eternas de claridad, la seguridad que otorga la luz extendida, la falsa sensación de días de veinticuatro horas; u odiar las horas eternas de claridad, los sueños confundidos, la desorientación del reloj biológico, el descanso a medias. Ahora lo único que me importaba era caminar. Decidí hacerle frente al frío. Me sorprendió: no dolía tanto.

No tenía la menor idea de dónde estábamos, ni qué era lo que había para ver porque en realidad lo que había para ver era toda una ciudad desconocida. Así que caminé hasta que perdí la cuenta del tiempo. Pensé mucho en Ushuaia, porque este lugar me hacía acordar al sur, aunque me gustaba mucho más. Y cuando ya le había dado tres o cuatro vueltas a las mismas esquinas, cuando había decidido en cuál de todas las casitas que cruzábamos podría quedarme a pasar una temporada y escribir hasta que no me quedaran palabras, entonces ahí tuve el valor de confesarme que aunque sé de sobra que no soy una chica de invierno podría vivir perfectamente bien en Reykjavik. Me lo dije de una en voz alta para mis adentros, y me lo repregunté con desconfianza inútil porque sabía que esas raíces imaginarias habían comenzado a romper las plantas de mis pies. Sí, podría quedarme a pasar un año en esta ciudad, a mirar la noche de veinticuatro horas, a desordenar todos los relojes y las brújulas y los karmas biológicos, a limpiarme, a reciclar los pulmones y con ese aire nuevo reciclar también los pensamientos porque esta es una ciudad para venir a vaciarse y rellenarse y volver a vivir.

Solos y solas de guantes por toda la ciudad…

Agua

Toda la vida pensé que ese monumento era una ballena. No se por qué no me atraen demasiado los vikingos. No entran en el mapa de mi interés. Y la verdad, no me importa que el escultor haya querido homenajear a las culturas ancestrales con su arte, ni que mirándolo bien de cerca eso sea una nave hecha y derecha. Para mí eso va a ser siempre el esqueleto de una ballena, porque ese pensamiento me gusta mucho más. Esqueleto de animal. Me dan miedo las ballenas. Se me aparecen en pesadillas repetitivas. Me quieren aplastar y son enormes, mucho más grandes que las ballenas normales, y siempre que sueño con eso me pregunto qué diablos estoy haciendo en el mar al lado de semejante bicho si sé bien que les tengo miedo y que no voy a poder nadar. Me despierto con una sensación espantosa y la necesidad urgente de contarlo: narrarlo y enumerarlo. Hasta ahora llevó 8 sueños cetáceos. Por eso me quedo con el esqueleto ahí sobre la costa, como una oda a los miedos deshechos. A lo mejor no sería mala idea probar un poco de ballena y terminar de comerme mis pesadillas. Al fin y al cabo son animales lindos, dicen, y no se por qué se vinieron a meter conmigo y mis sueños.

Sí, tengo un flechazo con esta ciudad. Pasa cuando te enamorás: te gustan hasta las cosas que antes odiabas. Qué bueno el frío corta cara, qué me importa el olor a puerto. Tampoco me importa que las duchas calientes huelan a huevo podrido, y eso es mucho decir: en invierno puedo bañarme hasta tres veces en un día. Nunca me imaginé que alguna vez iba a salir de un baño diciendo que el agua caliente tenía olor, pero ese fue mi primer dictamen de la ducha pos caminata, y a pesar de que el motivo científico sean las fuentes de agua geotermales, para mí siempre va a ser olor a pato ñato. Me podría acostumbrar.

Por ahora sólo queda caminar. Siento que la ciudad me envía mensajes por todos lados.

Acá pueden leer el desafío 4: «Subirnos a un barco de pescadores» escrito por Ani.

Durante las próximas semanas Aniko y yo vamos a turnarnos para ir relatando los logros (y también los fracasos) de este juego. Pueden también seguir el desafío y sugerir propuestas con el hashtag #desafioislandia o en nuestra Fan Page.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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