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De roadtrip por el Valle de Colchagua, Chile

Había pensado en titular este post “El Valle de Colchagua o la reivindicación del vino”. Antes de viajar, estaba preocupada: no hay cosa más imposible para mí que escribir lindo sobre algo que no me gusta. Y el vino (al igual que el café, el mate y la cerveza) no me terminaba de gustar. Después de este viaje, de esta historia y de unas cuantas copas algo cambió. No me pregunten qué, pero descubrí que el vino tinto me encanta. La reivindicación, al fin y al cabo, terminó siendo mía.

Parece chiquito. Visto desde arriba, el pedacito de tierra que separa los Andes del Océano Pacífico, apenas si logra cubrir la yema de mi meñique. El mapa de Chile está desplegado sobre la cama King size. Las sábanas blancas ─de esas que se cotizan por la cantidad de hilos─ son un marco de lujo para nuestra carta rutera ajada y maltratada por el viento. De piernas cruzadas, con ojos de quién no ha dormido en mucho tiempo, Juan calcula las distancias. Yo acabo de salir de la ducha y apenas si me puse el pijama. Sentada chinito sobre el colchón abrazador recorro con el índice los caminos que veremos por la mañana. Estoy ansiosa. No es la primera vez que estamos en Chile. Ya viajamos a dedo por el norte y por la Patagonia, ya dormimos en cabañas de Carabineros y en casas de corazones humildes.

Esta vez, sin embargo, es diferente. Vamos a viajar por rutas que nunca antes transitamos. Es nuestra primera vez en el centro del país, y aunque hayamos venido como parte del proyecto 3 Travel Bloggers, y no tengamos que hacer dedo ni preocuparnos por las rutas, las mañas viajeras no se pierden. Faltan horas para que salgamos a la ruta y el mapa de Chile ya está harto de nosotros dos.

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Santiago apenas despierta. Las primeras horas de esta mañana de otoño parecen en blanco y negro. El transito avanza en cámara lenta, pero no hay prisa. Viajamos rumbo sur en busca de una de las rutas del vino más famosas de Chile. El Valle de Colchagua nace en la Cordillera de los Andes a 4700 metros de altura, y se extiende entre cadenas de cerros y más de una decena de suelos hasta llegar al mar. Justito ahí, en esa franja tan estrecha de mapa, se filtran vientos cordilleranos con vientos del Pacífico creando las condiciones perfectas para producir vinos tintos de clase mundial.

“En 2005 la revista Wine Enthusiast eligió Colchagua como como la mejor Región vitivinícola del mundo”, me dice Mauricio, nuestro guía, con cierta travesura. Si fuese brasileño, Mauricio ya hubiese encontrado alguna excusa para hablar del pentacampeón, pero como es chileno y como el fútbol no le da, intuyo que los vinos van a ser el motivo de chicaneo de todo el viaje. Como el patriotismo vitivinícola no me nace me pregunta cuál es mi cepa preferida, para sacar conversación. Me da pena decirle que por algún extraño motivo me encantan las bodegas pero que nunca tomo vino. La verdad, es que ni yo entiendo qué es lo que disfruto de esos paseos, porque la degustación gratuita me la salteo casi siempre. “Me gusta el Cabernet”, le dijo para dejarlo contento. “Eso es porque todavía no probaste el Carménère”, me dice. Y sonríe victorioso.

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Cuesta un rato dejar atrás Santiago, pero cuando por fin logramos hacerlo, el sol ya está más alto y los colores del otoño empiezan a chispear sobre las montañas. Llegamos entonces a la primera finca del recorrido. Santa Rita se encuentra en Maipo, y forma parte de las bodegas más antiguas de la región. Fundada en 1880, pero la historia de este lugar se remonta aún mucho más en el tiempo.

En 1818, durante la guerra de independencia de Chile, vivía en esta finca Paula Jaraquemada. Hasta aquí llegaron 120 patriotas, agotados después de una batalla y hasta aquí los vino a buscar el ejército realista. Cuenta la historia que la señora no sólo les dio asilo a los soldados, sino que enfrentó a los enemigos, se negó a abrir su casa y arriesgó su vida por la lucha del pueblo. Jaraquemada es uno de los personajes femeninos más importantes de la historia de la independencia chilena. Pero eso lo sabremos después del tour, cuando previo a la degustación miremos un video y conozcamos la casa.

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Ahora la guía nos hace caminar entre las parras. En el tour hay otros hombres, de esos que caminan sacando panza, con las manos entrelazadas en la espalda y el mentón bien en alto. La chica no debe pasar los 25, pero habla con un conocimiento que ninguno de los dos presuntos buenos bebedores puede quebrantar. Nosotros tomamos nota, sacamos fotos.

Las hojas de las vides aún están verdes, pero el tiempo de recolección acaba de terminar. Juego un poco a perderme entre las hileras. Me gusta ver los surcos verdes alzarse sobre la tierra. El grupo se detuvo en unas vides a contemplar las diferencias entre las pocas uvas que llegaron tarde a vendimia. Le pregunto a la guía por qué hay rosas al comienzo de cada fila, y ella me dice que es una buena pregunta. Los señores me miran incómodos. Quiero decirles que si tengo este tipo de dudas es porque mi foco de interés está puesto fuera de los vinos, pero juego a hacerme la inteligente.

La chica me explica que las rosas funcionan como controladores. Al ser plantas más débiles, si hay alguna peste o enfermedad en el ambiente, la rosa va a ser la primera planta en enfermarse, y entonces los ingenieros agrónomos pondrán manos a la obra para salvar las vides. “Eso, y que además quedan preciosas entre los caminos”. Me parecía.

Como en todo tour de bodegas, después de recorrer las plantaciones pasamos a ver las barricas, a ver cómo se procesa el vino, y finalmente a degustarlo. A esta etapa final hemos llegado apenas cinco: nosotros tres y dos señores a los que no había visto hasta ahora. Antes de que el sommelier pueda explicar lo que estamos a punto de probar, uno de ellos se despacha con los diez mandamientos. Del buen bebedor, claro.

Después pasamos a la parte preferida de todos. Yo bebo sorbitos por pleitesía. Juego a mirar las piernas del vino, a identificar aromas inventados, a saber. Cuando el sommelier descorcha un Carménère, pienso en Mauricio. Tengo que setear el paladar a cero, y ser objetiva. Así que dejo el vino se oxigene. Lo hago girar dentro de mi copa, lo respiro profundo hasta colmar los pulmones, y lo bebo despacio. Hay algo distinto que no termino de descifrar, así que repito el proceso. Cuando Juan viene a tomarse el resto que siempre dejo, mi copa está vacía.

Retomamos la ruta 5 con rumbo sur, y poco a poco vamos entrando al Valle de Colchagua. Los Andes acompañan cada giro de nuestras llantas. Por la ventanilla, los paisajes van cambiando lentamente. Algunas curvas nos engañan sutilmente poniendo las montañas delante de nuestra camioneta. Me impresiona pensarlas como el límite natural que realmente son, impactantes, omnipresentes.

El mediodía nos encuentra en Santa Cruz, una de las ciudades clave para recorrer el Valle de Colchagua. Dejamos las cosas en el hotel, y partimos rumbo a la finca del mismo nombre. Esta vez, los caminos se tiñen de naranjas intensos y amarillos furiosos que van cambiando al ritmo de la luz del sol.  No había estado nunca antes en una región vitivinícola en esta época del año. De las parras, ahora que lo pienso, siempre me impactó el verde inconfundible de sus hojas, ese mismo que habíamos visto por la mañana. Lo que tenemos enfrente es una partitura ocre que desciende de la montaña como un mar de lava.

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La bodega Santa Cruz tiene un perfil más comercial que Santa Rita. Hay familias enteras paseando entre las vides y el tour, que es un poco más corto que el anterior, está repleto de gente. Si la explicación del proceso de vinificación se repite, el paisaje es tan peculiar que me tienta sentarme en las escaleras de entrada a mirar el cuadro. No debo ser la única, porque pronto nos advierten que debemos seguir al grupo para no quedarnos atrás.

Caminamos por la planta, vemos los tambores de acero inoxidable, el vino brotando como manantial de las tuberías, los trabajadores en plena tarea. No puedo evitar sentirme una intrusa. Estar aquí dentro se siente como develar un misterio mágico. Algunos preguntan por las condiciones de almacenamiento, otros por la selección de la uva. A mí me gusta pensar que ni aun sabiendo el abc el proceso, la mecánica o las reglas de producción se podría desmenuzar eso que hace que el vino sea vino, que sea único, que represente todo lo que cabe adentro de una copa.

Siento que esto de inmiscuirse en las entrañas de la bodega es como hacer una autopsia buscando el alma o, lo que es peor, intentando explicarla. No se puede simplemente porque el todo es más que la suma de las partes y porque, sencillamente, no todo en la vida se puede explicar. En esta planta industrial, viendo como cae el líquido rojo, recuerdo la tarde que Juan y yo terminamos haciendo un picnic al costado del camino con una botella improvisada de Greve in Chianti, o la vez que Aniko y yo nos sentamos frente a Notre-Dame con una botella de rosse y un tapercito con cous-cous. Aunque esas veces tomé poco y nada porque nunca pude acostumbrarme al sabor intenso entre las comidas, entiendo perfectamente que ese picnic o esa tarde parisina sin vino no hubiesen sido lo mismo jamás.

Ruta del vino, Valle de Colchagua

En estas cosas pienso mientras caminamos hacia la cava y la guía empieza a repartir las cosas. Va a explicar nuevamente cuál es la forma correcta de catar vino. Así que mientras pasa sirviendo, botella en mano, nos señala un cuadro que hay en la pared. Es un gráfico bastante infantil: de acuerdo a la cepa, el sabor que deberíamos sentir. Si flores, si ciruelas, si grafito, si minerales. Juan me mira y sé que los dos estamos pensando lo mismo. Mejor dicho, estamos pensando en el mismo.

Steven, el amigo holandés con quien Juan viajó por Argentina y quien había aprendido a hablar español con modismos bien nuestros, tenía un método infalible para elegir un vino. Steven no miraba la cepa, ni el año, ni la bodega. Steven leía las etiquetas. Si para poder “chamuyarse una mina”, como el mismo decía, la etiqueta le daba letra suficiente, entonces compraba el vino. No había nada más gracioso que escucharlo leer con voz bien agringada cosas como “Tienes un aroma a frutas rojos y un cuerpo intenso que se saborea en el paladar…” Aunque existe una explicación de qué sabores deberíamos sentir, la guía confiesa que hay más subjetividad e imaginación que ciencia, y que no todos saboreamos el vino de la misma manera. Las copas van pasando y voy probando de a sorbitos. El último vino lo conservo en la mano. Tiene un gusto diferente, y lo saboreo de a poquito. “Ese que te quedaste es un Carménère”, me dice.

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Carménère es una cepa de origen francés que fue muy cultivada a comienzos del siglo XIX en las zonas de Médoc, Gaves y Burdeos. En 1860 los viñedos fueron devastados por la filoxera, un insecto minúsculo que ataca la raíz de las plantas chupándoles la savia hasta extinguirlas. El Carménère entonces fue reemplazado por otras cepas más resistentes y poco a poco se lo dio como extinguido. En 1994, un enólogo francés notó que algunas uvas de las vides de Merlot tardaban más en madurar y que las hojas de esas mismas plantas eran levemente distintas. Un estudio posterior comprobó que se trataba de la cepa perdida en Europa. El Carménère había sido introducido en 1880 y había permanecido oculto todos estos años. Redescubierto accidentalmente, hoy es la cepa estrella de los vinos chilenos.

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Terminamos el paseo por la viña Santa Cruz subidos a un pequeño teleférico. La vista desde arriba es sencillamente impactante. Mauricio me pregunta por el famoso vino. Le confieso que tenía razón, que de este lado de la cordillera nunca había probado nada igual. Mi rendición no lo contenta. “Y eso que todavía no probaste el mejor vino”.

Hacemos noche en Santa Cruz y partimos al día siguiente a visitar la última bodega. Algunas nubes recubren el cielo, y los colores del otoño se van apagando de a poco. Hay un aire de nostalgia en el ambiente. Algo falta, pero no sé bien qué.

Paisajes del Valle del Colchagua

En medio del bosque nativo y apostada justo en la pendiente de una de las laderas de los cerros de Apalta, se encuentra la Viña Lapostolle. Conducimos entre antiguos viñedos hasta llegar a la bodega gravitacional –con seis niveles bajo tierra y cerca de 25 metros de profundidad─ que Lapostolle construyó especialmente para producir su vino ícono: Clos Apalta. La arquitectura de diseño se enmarca en un silencio reinante. Es como si el lugar estuviera desierto. Alex no tarda mucho en salir a recibirnos. El chileno pecoso y de sonrisa cálida tiene menos de treinta y una sencillez que me resulta muy amena. No somos los clientes tipo de esta bodega Premium, y quizá por eso mismo o porque no intentamos disimularlo, Alex habla con total frescura. Nos cuenta que lo que más le atrajo de trabajar en este lugar es que el manejo de las vides es orgánico y biodinámico. “Aquí nada se desperdicia. Los deshechos de las uvas sirven para hacer compost y alimentar a las nuevas vides. Lo que es de la tierra, a la tierra”. Sospecho que si no fuera por la envestidura que debe mantener, Alex nos diría lo mucho que le gustaría viajar a dedo, o empezaría a hablar con más misticismo y Pachamama de la que ya se le filtró por debajo del uniforme. Por ahora se contenta con hablar de las uvas como si fueran diosas, y nos promete que cuando probemos los vinos que vinimos a probar vamos a entender que hay cosas que se escapan a las explicaciones y que tienen que ver las energías de la naturaleza y del lugar. Es como si me hubiese leído la mente.

Viñedos en el Valle de Colchagua

El tour por Lapostolle inicia en la sala donde las mujeres separan la uva. La recolección, 100% manual, está a cargo de las mujeres. En el aire suena U2. Alex se apresura a decir que no es la música habitual, que son las empleadas quienes deciden que escuchar ─y que Luis Miguel gana más veces de las que él quisiera─. Entonces creo entender de dónde viene la ausencia esa que sentí desde el principio. Es como si la energía de todas las manos que construyen el vino desde la misma fruta todavía siguiera presente en esa sala, en los tablones teñidos de color morado.

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Después pasamos a la bodega. Alguien está limpiando los barriles al ritmo de It’s a beautiful day. Cierro los ojos, tarareo la canción en mi mente y lleno mis pulmones del perfume más rico del mundo. Si un día tengo una casa, pienso, quiero llenar los ambientes de este aroma a vino fresco. El súmmum de la visita viene cuando nos invitan a bajar a la cava personal de los dueños de la bodega. Más de 5500 botellas descasan bajo una luz fría, esperando el momento justo para ser bebidas. Cerramos el paseo brindando con un Carménère cosecha 2011. Mauricio tenía razón, es el mejor vino que había probado hasta ahora.

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Volvemos a Santiago mientras el sol se va poniendo sobre las montañas. El chin-chin de las botellas que traigo en mi mochila me recuerda que no importa qué tan largos o intensos sean los viajes para lograr cambiar pequeñas cosas en uno. Vuelvo a casa con un paladar un poquito más educado, y con la certeza de que mis retinas no conocieron hasta entonces paisajes de vino más hermosos que los del Valle de Colchagua.

Este viaje a Chile fue parte del proyecto #3TravelBloggers y contó con el apoyo de Avianca. Mantengo total control de lo que escribo (aunque a veces escriba descontroladamente). Si querés ver el capítulo que filmamos durante esa estadía (donde aparezco hablando sobre los mascarones de proa!) acá lo comparto. Y dejo también los links al blog de Juan y al de JL Pastor, mis compañeros en este viaje, para que puedan leer sus textos también.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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