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Micromundos de felicidad – crónicas de un viaje por Toscana

Día -13: Acabo de llegar a Italia y estoy sola. Este es un viaje pequeño dentro de otro viaje grande. El plan que trajimos en la mochila desde Argentina no tenía mucho espacio para los cambios: España presentando el libro, escapada a París, vuelo a Reykjavík, dos semanas en Islandia y por último diez días en Italia para participar de Blogville. Fin de Europa. Fin del viaje “fácil”. Después viene una carrera hasta Moscú, un viaje en el tren más mítico del mundo y una puerta abierta hacia Asia Central que no puede esperar, porque después llega el invierno y hacer dedo con 40 grados bajo cero no es una idea amigable. Tengo que sentir muy bien estos diez días. Tengo que dormir rápido, abrir los ojos grandes, encender las papilas gustativas, no dejarme estar. Tengo que hacer que estos diez días rindan para no irme de Italia con ganas poderosas de quedarme más, con gusto a muy poco de algo que soñé muy mucho, con bronca porque en septiembre llegue el invierno a las Montañas Pamir y yo siempre sienta que estoy en un lugar queriendo estar en otro. Tengo que evitarle a Mongolia o a Rusia o a Tajikistán la responsabilidad de cargar con mi inconformismo geográfico. Pero sé que voy a querer quedarme más.

Paisajes de un viaje por la Toscana, Italia

Día -8: Anoche soñé que cruzaba una calle. Lo sé porque por alguna extraña razón miraba la senda peatonal bajo mis pies. Al lado había una mujer con una pollera, y mientras cruzaba la calle conmigo paría un bebé chiquito, y seguía caminando. Yo abarajaba a la criatura en el aire, antes de que se cayera al suelo, y estaba sucio de recién nacido y lo apoyaba en mi pecho y era chiquito y aunque toda la imagen era extraña y perturbadora me desperté con una sensación hermosa de hipersensibilidad que me duró casi todo el día. A las tres de la tarde me fui a caminar por Bologna sin mapa ni dirección. Andar en silencio es de lo que más me falta, a veces. Vi las calles que tenía que ver, le di unas monedas a unos artistas descarados y cuando me estaba por volver al departamento, ya oxigenada de piel y de ideas, me crucé con los Hare Krishna que caminaban hacia la Torre del Reloj. Me habló el cerebro: “mejor llegar a la casa temprano”. Sentí los taloneas estaquearse en adoquines. Me volvió a susurrar: “es ridículo, no es italiano. Estás acá para otra cosa, no tenés nada que hacer allá”. Dijo allá porque los veía alejarse, pero era demasiado tarde porque mis pies ya habían empezado a caminar, detrás del último de ellos. Uno de túnica naranja me extendió un bocado dulce y me regaló una sonrisa que me destrabó el pecho. Me sentí en paz, y me puse a llorar. Los seguí en sus cantos, en sus bailes y en su paseo por Bologna ante la mirada acusadora de los viejos con bastón. Esa noche escribí en mi cuaderno: “quiero viajar más con el corazón y menos con los pies”.

Paisajes urbanos de la Toscana

Día -5: Moscú quedó para el año que viene, porque de qué sirve viajar si no podemos ser sinceros con nuestra propia sed. Por eso puentes milenarios en Rimini, chauchas peladas en Verucchio y una tarde de sol en ese parque de diversiones medieval que parece San Marino. Juan empieza a soñar con Toscana. Yo empiezo a soñar con él. Me habla de las cosas que me quiere llevar a ver, de los campos de heno y de las casas que florecen en los picos de las colinas. Lo dice como si sólo hiciera falta tomarme de la mano para mostrarme las cosas lindas de este mundo, y más que las cosas lo que termina de gustarme es la minuciosidad con que las explica, los detalles de colores que adornan las historias que me cuenta y que sólo él puede recordar. Después me pregunta qué quiero ver de Toscana y mi “no sé” sigue escondiendo un “todo”. La Italia que soñé abarca las piezas desfragmentadas de una ilusión colectiva de pasta, pavarotti, tarantella y mar.

Paisajes rurales de un viaje por Toscana

Día 0: A la salida de la estación de tren de Signa nos está esperando Andrea con su bicicleta. Habla un español porteño que disfrazas sus raíces, y aunque tiene un corazón medio amarrado todavía al Río de la Plata, a Andrea el alma italiana se le escapa por la lengua. Estamos a quince minutos de Florencia, pero el silencio noctámbulo de este suburbio parece de otra abstracción. Andrea trabaja de muchas cosas y tiene muchos proyectos que van más allá de todo: edad, convenciones, mundo. La gente que sueña en voz alta crea maravillas reales, y me nutre. Por eso me gusta hablar con Andrea, escucharlo mientras nos muestra un libro de cuentos como si estuviéramos viendo una biblia. Entre las máscaras de cuero que adornan su casa y los libros que cuenta que leyó, el piso de Andrea me parece un santuario. Dejo mis cosas como si fueran una ofrenda, o un ancla o un pasaje que me asegura que acá tengo que volver.

Día 4: En la puerta de la casa del duque del Gran Ducato di Capornia hay un cartel escrito con fibrón negro que dice: “mantengamos cerradas las puertas, sino entran las golondrinas y después no saben salir”. La sugerencia podría aplicarse al resto de la vida, pero intuyo que Giulio -que medio en chiste medio serio se autoproclama duque de unos campos de olivos, nos lleva a dar una vuelta en Ape, nos muestra su colección de motos viejas, y convida a todos con cedrata ni bien empieza a caer el sol- es proteger a las golondrinas de en serio que tiene acampando en el techo de su quincho. Las otras golondrinas, las que a veces se confunden con mariposas, hace rato que se encontraron con la puerta abierta y tal vez no es que no sepan sino que no quieren salir.

Día 7: Francesco detiene al auto a unos cuantos metros de donde estamos parados y empieza a enrollar la manguera en el baúl para poder hacer lugar. No sabemos que el espacio es para nosotros dos hasta que se prende a la bocina con una sonrisa tontona, porque para quién más iba a hacer lugar sino para los dementes que están haciendo dedo en una ruta que no tiene banquinas. Va hasta Greve in Chianti, y aunque lo que queremos es llegar más allá (siempre queremos llegar más allá), se está haciendo de noche y nos parece buena idea aceptarle la oferta que viene por dos: aventón + alojamiento (traducido en espacio para acampar). No importa. No hace mucho tiempo que estamos viajando por Italia, pero ya tenemos muy en claro que este tipo de propuestas (que en Sudamérica nos llovían de a montones), en esta parte del mundo cotizan: la propiedad privada y sobre todo el espacio privado son cosas serias. Valoramos el doble la oferta cuando llegamos a la casa de Francesco y descubrimos que lo que tiene es una torre de un castillo que ya no está, del año 1400. También tiene golondrinas en la entrada, pero en lugar de poner carteles preventivos, Francesco construyó una especie de pared de madera que impide que los gatos salten del armario a la casa de los pajaritos. Y un estante-techo, porque el nido está justo encima del perchero y nadie quiere que su abrigo se convierta en baño de alados. A Juan le sorprende que nunca deje de reírse. Nunca. A mí la naturalidad con que la mujer, que estaba pelando chauchas cuando nos vio entrar, acepta a los dos extranjeros que el marido trajo a cenar y a dormir. Afuera el hijo más chico juega al arqueólogo con piezas de cerámica que encontraron excavando en la huerta. “Estamos tratando de ver si armamos un plato. Algunas piezas son del siglo dieciséis, ¿ves? Otras son del mil novecientos, esas no tienen valor porque son nuevas”. La relatividad del tiempo. En la casa de Francesco no hay TV pero hay un rompecabezas histórico que se encuentra jugando a la búsqueda del tesoro con una pala en el patio de atrás. Hace unas semanas, la maestra del nene, citó a los padres indignada por las mentiras del chico, porque en ninguna casa de la Italia de hoy falta un televisor, y la tarea implicaba mirar una película. La reunión terminó con la directora convencida de que la madre también mentía para tapar al hijo, que mientras nos cuenta esto está hojeando una National Geographic que il postino acaba de dejar en el buzón.

Día 8: En Panzano hay un carnicero tan famoso que cuando cae el sol le llueven colectivos llenos de chinos que vienen desde lejos para sacarse una foto. El carnicero es un carnicero como los de siempre: desposta una vaca, hace carne picada, vende bifes para tirar al asador. No hay nada de particular en su manera de cortar la carne, salvo por un pequeño detalle: el carnicero de Panzano es un genio del show. A muchos de los vecinos (y sobre todo a la competencia) les molesta que Dario haga de su trabajo un espectáculo y que sirva vino y queso a todos los curiosos que se asomen a ver si es cierto eso que dicen, que en Panzano hay un carnicero que escucha ACDC. Lo acusan de ridículo, de showman, de Disneylandia de la carne. Yo me siento un poco estafada cuando miro los precios de su restaurant, porque vengo de las pampas y conozco bien la cartografía de los cortes vacunos. Pero aunque prefiero no desguazar mi billetera en su mesa, sonrío y aplaudo el ingenio del carnicero que no quiso quedarse en el delantal blanco manchado de sangre y buscó la oportunidad allí donde no había oportunidad. Empezó recitando la Divina Comedia mientras cortaba medio kilo de nalga, y cantó Placido Domingo mientras hacía hamburguesas. Y así un día se convirtió en celebridad, y fue tan importante que hasta McDonald’s le hizo un juicio por su restaurant de hamburguesas llamado McDario’s. Hoy la macellería Ceccini es un punto que aparece hasta en la Lonely Planet, y ahí sigue él, el cincuentón que dice que respeta a los animales que lo alimentan, sonriendo y fotografiándose con la chinita que se acaba de bajar del bus para verlo actuar.

Panzano, en un viaje por Toscana

Día 10: El único Cósimo que había conocido hasta entonces era el personaje de un libro de Calvino que vivía trepado a los árboles. Ese Cósimo se había subido a una copa en rebeldía contra el padre, y una vez allí había decidió que nunca más bajaría y así lo hizo hasta el día de su muerte. El Cósimo que tenemos enfrente ahora lleva tiradores y tiene una barriga de la que tranquilamente podría salir un mundo. Debe rondar los ochenta, y por la sonrisa curiosa con que nos mira intuyo que jamás ha dormido en carpa. Aun así, y a pesar de mis prejuicios jóvenes, ni él ni su mujer ni su cuñada dudan en ofrecernos un pedazo de patio para poder dormir, luego de que golpeáramos las manos en la puerta de su casa. Estamos en Mazzolla, un pueblo pequeño de la Toscana, donde los turistas vienen a dar una vueltita por el centro histórico antes de seguir a Volterra. La mayor amenaza para el acampante con los cerdos salvajes que merodean por la noche. Cósimo dice que en su casa estamos a salvo. A lo lejos escucho lo que creo un llamador de vientos infinito: es el tintinear de un rebaño entero de ovejas, que está pastando en la montaña de enfrente. Me duermo. El café de la mañana nos espera al día siguiente, en una cocina pequeña, fresca, pero que nada tiene que ver con las comodidades de la planta alta de la casa. A Cósimo y a su familia no les importa. “Acá estamos bien, llegamos a esta parte con mucho menos que esto”. Después nos hablan de su Cerdeña natal, de los rebaños de ovejas que tuvieron que traer desde Nápoles, de sus años de pastor. Hace mucho tiempo que Cósimo está jubilado, pero así y todo se levanta temprano cada mañana para ver pasar las ovejas del pastor vecino. Va a mirar ovejas hasta el día en que se muera. Dice que solo así encuentra la calma, y que si pudiera nacer de nuevo volvería a elegir el oficio de pastor. “Porque ser pastor no es un trabajo, es una pasión”, afirma con el dedo índice en alto, luego de repasar mentalmente el nombre de todas y cada una de las ovejas que alguna vez supo tener.

Acampando en nuestro viaje por la toscana

Día 14: Estamos a punto de dejar Toscana. Ya pasamos por Siena, vimos San Giminiano, compramos vino de Greve y acampamos bajos los olivos de Montefioralli. La noche nos agarra en Fabro y el malhumor porque siempre es tan difícil encontrar donde poner la carpa en Italia, me tiene tan presa que no me deja siquiera ponerme la mochila. A veces siento que me quejo mucho, y no sé si serán los años o la naturalidad con que por momentos tomamos todo, pero estos días en Italia fueron como una hamaca entre el entusiasmo de estar acá viendo y viviendo todo esto, y el fastidio de que las cosas sean tan caras, tan inaccesibles, tan propiedad privada. Una pareja de abuelos que bien podrían haber sido los míos se apiada de nuestro cansancio y nos invita a su casa. Cuidan a una nieta que habla hasta que se queda dormida, y eso me enternece aún más porque así era yo, y así eran mis abuelos conmigo. Tienen una casa de vacaciones que también es antigua y remodelada, y un gato siamés tuerto y algunos árboles de manzanas que nunca comen, pero que les gusta ver crecer. Me siento aliviada por la noche de sueño, y la perspectiva de la mañana me lleva a disculparme por la cara de fastidio de la noche anterior. “Si te ponés a pensar, todos nosotros vivimos en un micromundo de felicidad”, me dice Irina con una sonrisa de abuela. En la tele pasan noticias internacionales típicas de domingo. Irina tiene razón. Los dibujos monstruosos de Andrea, los cantos vibrantes de los Hare Krishna, las golondrinas del Granducato, las ovejas de Mazzolla…todas esas realidades son universos mínimos, cosmos pequeños de felicidades personales y distintas, pero felicidades al fin.

 Si querés leer más sobre esta región, no te pierdas el post de Periodistas viajeros sobre Siena, en viaje por la Toscana.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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