A pesar de que la práctica de viajar a dedo se popularizó hacia los años ’60, el estigma de moverse por el mundo de esta manera aún no ha podido ser superado. Tal es así que sin importar los países que hayas recorrido, los autos a los que te hayas subido o los libros que hayas publicado al respecto, la gente siempre te va a asegurar que hacer dedo es lo más peligroso del mundo, que nadie te va a levantar, y que la mejor manera de salir de la ciudad es tomándote un bus. Y no hablemos de los prejuicios que recaen sobre uno por viajar a dedo…
Aún así, emprendimos convencidos nuestra empresa sudamericana, y tras casi diez meses de viaje, todo ha ido mejor de lo que podíamos imaginar. No esperábamos que Colombia fuera la excepción. Si ya de por sí en el imaginario internacional Colombia es sinónimo de todo menos de bueno (a menos que se esté hablando de drogas o café), qué reacción se podía esperar cuando dijimos que estábamos a punto de abandonar los brazos seguros del Ecuador para cruzar el país de las FARC ni más ni menos que con nuestro pulgar al aire. Catastróficos. Así eran todos los pronósticos. Pero ya llevamos más de un mes aquí y lo más grave que nos pasó fue tener que tomarnos cuatro tazas de café en una misma mañana.
De manera que decidí subir este artículo no sólo para desmitificar las suposiciones erróneas sobre viajar en el país, sino para compartir con los lectores los hechos asombrosos que han ido acompañando cada salida a la ruta en Colombia. Esta es mi experiencia de una tarde cualquiera saliendo desde Cali hacia el Eje Cafetero, haciendo autostop en Colombia:
Tras dos semanas de cómoda residencia urbana en la casa de Esmeralda, nos despedimos de nuestra amiga con la intención de dejar la ciudad atrás. Con una bolsa llena de palitos de queso y dulces de arequipe como obsequio para el viaje, caminamos las dos cuadras hasta el MIO, sistema de transporte integrado de la ciudad de Cali. Nos acercamos a la ventanilla y le pedimos al empleado que nos cargue dos viajes en la tarjeta. Nos mira. Primero a nosotros, luego a las mochilas.
– ¿Chilenos? – pregunta con entusiasmo. Sé que lo ha gritado, pero el grosor del vidrio apenas me permite oír lo que acaba de decir.
-¡Argentinos! – le replico con una sonrisa.
Aún no ha mirado siquiera el billete que le dimos para pagar la transacción. Vuelve a gritar:
– ¿Y por qué se van? ¿No se quieren quedar a pasear por Cali? – con el dedo índice dibuja un círculo, reforzando su idea de dar una vuelta.
– ¡Hace dos semanas que estamos acá! ¡Ya vimos todo! – exagero
Une sus dedos en forma de pimpollo, símbolo italianamente internacional de pregunta. Luego dibuja un círculo hacia adelante. Quiere saber hacia dónde vamos.
– Manizales, Armenia – respondo a los gritos
– ¡Lo mejor! ¡Buen Viaje! – me grita desde su celda de vidrio, y me levanta el pulgar.
Entramos al MIO y me siento contenta. La gente en Colombia no escatima en amabilidad. Mientras el bus se mueve, trato de trasladar la misma situación a cualquier estación de subte. Imaginar a un empleado de Metrovías insistiéndome para que me quede en Buenos Aires es tan imposible, que me da risa. No, no…esa gente ni siquiera se molesta en sonreír. Que el taquillero se preocupe por tu rumbo y te invite a quedarte en su ciudad, eso te puede pasar si viajas a dedo en Colombia.
Seguimos viaje. El MIO nos deja al final del recorrido y caminamos hasta la estación de servicio, justo en donde inicia la ruta que queremos tomar. Un guardia de seguridad se acerca con mala cara, y mientras me alejo hacia el baño me imagino el diálogo posible entre los dos. Estoy segura de que nos viene a echar. Pero no. Salgo del baño y me lo encuentro a Juan lo más orondo sirviéndose jugo helado dentro de una oficina. El guardia está parado junto a nuestras mochilas, cuidándolas. “Nos va a ayudar a embarcarnos hasta la salida, y además me convidó jugo, ¿querés?”. Efectivamente. Ni bien salimos el señor le hace seña a una buseta y le pide el favor de que nos deje en la estación final. El controlador acepta sin protestar, sube nuestras mochilas y de un momento a otro pasamos de estar en la banquina a saludar por la ventanilla al de seguridad que nos despide entusiasmado. De los desenlaces posibles del encuentro entre él y nosotros, de seguro éste era el menos pensado. Que el guardia de la estación de servicio te ofrezca jugo fresco, se quede cuidando tus mochilas y te suba gratis a un bus comercial, eso te puede pasar si viajas a dedo en Colombia.

El controlador pasa cobrando los boletos y a nosotros nos saltea. La gente de al lado no parece molestarse. Por el contrario, quiere saber de dónde somos, a dónde vamo. Viajamos poco, pronto es la hora de bajar. El lugar donde nos deja no es ni remotamente el más conveniente. Nos acercamos al chofer con un mapa, y éste nos da una noticia incómoda: en su afán de ayudar, el guardia nos subió el bus equivocado. La carretera que sigue por delante es la Panamericana. Nos va a llevar hasta Armenia más rápido, pero no es la ruta pintoresca que nosotros queríamos tomar. Ya estamos ahí. Agradecemos al chofer y empezamos a caminar buscando la salida. Minutos más tarde alguien toca bocina insistentemente. Es el mismo bus que frena junto a nosotros. “No voy hasta Armenia, pero hasta El Cerrito los puedo llevar”, nos dice el controlador mientras nos saca las mochilas de la espalda y las sube al portaequipaje. La gente que nos acababa de ver bajar, nos ve subir nuevamente y sonríe. Detrás nuestro sube un vendedor ambulante que ofrece bombones. Yo me hundo en mis auriculares cuando veo un paquetito de tres chocolates balancearse delante de mi nariz. La mano que los extiende es del pasajero que viaja junto a nosotros, pasillo de por medio. “Para que tengan para el viaje”, me dice sonriente. Como si no fuera suficiente la amabilidad del chofer que decide llevarnos gratis unos cuantos kilómetros por propia voluntad, ahora los vecinos nos regalan golosinas para el viaje. Realmente, eso sólo te puede pasar si viajas a dedo en Colombia.
Llegamos hasta la salida de El Cerrito. El chofer toca su bocina dos veces y se pierde en una nube de polvo. Nosotros buscamos la banquina y empezamos a hacer dedo. Una señora se acerca y nos comenta que mañana empieza un paro de camiones, que es mejor si nos embarcamos rápido. “Espero que no nos tengamos que quedar acá hasta mañana”, pienso. Veinte minutos más tarde un camión repartidor de gaseosas pasa despacito frente a nosotros. Es de esos que no tienen paredes, y que llevan los cajones a la vista de todos. Siempre me había querido trepar a uno así. Y deseo concedido, nos llevan hasta el próximo pueblo. Viento en la cara, verdes campos y montañas de café, todo conjugado frente a nosotros. “Esto es felicidad”, me digo a mi misma. A juzgar por la sonrisa de Juan, debe estar pensando lo mismo. Media hora después el camión frena y los trabajadores se despiden. Eso sí, no sin antes preguntarnos “cómo anda Maradona”… Cruzamos la calle envalentonados. Llegar hasta Armenia no parece ser tan difícil. Cuarenta y cinco minutos más tarde, ya no estamos tan seguros. Pasan muchos vehículos, ninguno mira. Por momentos me parece Argentina, por momentos es peor. Sé que tienen miedo, y una historia que los avale, ¿pero no se dan cuenta de que no somos guerrilleros? A ver, ¿cuándo se vio que los guerrilleros hicieran autostop? Decidimos empezar a caminar, frustrados. Por lo que nos han dicho, en este país, estas situaciones son bastantes comunes. Quedarte varado horas y horas en una ruta muy transitada sin que nadie te quiera llevar, eso también te puede pasar si viajas a dedo en Colombia.
Caminamos menos de media cuadra y frena un auto. Una jauría de zapatos parece ladrar desde la luneta. Hay muchos, de todos colores. “Este es un auto-cartera”, bromea el esposo de la conductora, mientras intenta hacernos espacio entre ese closet con ruedas. Van directo a Armenia y eso nos viene como anillo al dedo. Son una pareja joven, de las mismas edades que Juan y yo. Al volante va ella, manejando con cuidado. Cada vez que pasan junto a un camión, él insiste: “Pítale, mami”, y saca su brazo por la ventanilla, esperando que el camionero haga sonar su bocina. Ante el silencio, ella lo consuela: “Es que estos no son camioneros como los de antes, papi. ¡Tenemos que buscar a un señor mayor para que te responda!” Y juntos se ríen al darse cuenta de lo infantil de la situación. Se llevan muy bien, y da gusto viajar con ellos. Quieren irse a vivir a Chile para trabajar y luego regresar a Colombia, porque con su comercio no les va del todo bien. Así nos la pasamos hablando las dos horas que tardamos en llegar hasta Armenia. En el camino, llamamos a nuestro contacto. Primero nos dice que sí, que llamemos en media hora. Después no responde el teléfono, después dice que está en el baño, después que ella no es nuestro contacto. Es un enredo total que concluye con nosotros dos en el centro de Armenia buscando a donde ir. No nos asustamos, algo va a suceder. Cuando nos bajamos del auto y nos despedimos, el hombre pone 20 mil pesos colombianos (40 pesos argentinos) en la mano de Juan. No queremos aceptarlos, pero insisten. “Al menos les va a alcanzar para pagar la noche de hotel, no tiene sentido que sigan buscando a esa mujer”. Les obsequiamos un libro para hacer más justo el trueque, y salimos en búsqueda de nuestra solución. No es la primera vez que alguien nos obsequia dinero, pero tampoco es algo que pase tan frecuentemente, menos de parte de gente de nuestra propia edad. Por lo tanto califica en la lista: que además de llevarte te obsequien dinero al despedirse, eso te puede pasar si viajas a dedo en Colombia.
Lo que sucede a continuación roza el límite de lo tragicómico. Decidimos ir a Internet a buscar una mano salvadora que nos sacara de la situación. Sí, teníamos dinero para el hotel, pero ese sería nuestro último recurso. Entramos a unas cabinas y copiamos unos cuántos teléfonos de la página de Hospitality Club. Para aquellos que no han oído sobre este sistema, Hospitality Club es una página creada en el año 2001 con el fin de unir al viajero con la gente local. La idea es promover el intercambio cultural a través del intercambio de alojamiento gratuito, por eso es Hospitality, que siginifica “hospitalidad”. Lo normal es que uno mande un correo unas semanas antes de viajar a las personas de la ciudad de destino, y coordine el encuentro. Pero existe una salida de emergencia para situaciones como la nuestra: llamar directamente por teléfono. Así que mientras yo revisaba el correo, Juan se dedicaba a llamar a los recientes contactos explicándoles nuestra situación. Como el local estaba vacío y Juan habla muy alto, el dueño del cyber se empezó a preguntar por la situación. Finalmente apareció un contacto llamado Juan, que nos indicó a grandes rasgos cómo llegar hasta su casa, rematando la explicación con un “pregunten por Juancho, el de las computadoras, en portería”. Listo, asunto resuelto salvo por un pequeño detalle: la curiosidad del dueño del local. Le explicamos todo lentamente y omitiendo ciertos puntos, para evitarle una mayor preocupación. En medio de la explicación entró un señor de saco y corbata que se sumó a la audiencia, y que no perdió oportunidad de crispar los nervios de su compatriota.
– ¡Pero no deje usted que estos chicos se vayan así! ¡No, no! ¡Usted debe saber a dónde es que van!
Cualquier intento por nuestra parte de disminuir su preocupación era totalmente en vano. Tanto se había cebado el hombre, que tomó el teléfono por su cuenta y llamó directamente a Juancho para preguntarle bien dónde era que vivía, y decirle que él sabía que nosotros íbamos para allá. Cuando nuestro próximo anfitrión le explicó nuevamente dónde vivía, el hombre regresó más tranquilo y más nervioso a la vez. (sí, no me pregunten cómo, pero este señor demostraba que eso era posible. )Nos dijo que el barrio era tranquilo y que mejor nos fuéramos en taxi. El señor de traje se apresuró a llamar a un taxista amigo y yo aproveché para ir al baño. Al regreso me encuentro con que el señor de saco ya no estaba, y que el otro hombre estaba hablando con la policía al teléfono. Este era el diálogo:
– Oiga señor, que yo aquí tengo dos jóvenes, dos argentinos que han llegado y no tienen dónde ir. Me dicen ellos que existe un Hospital de Viajeros Club (me mori!!!! Dios dame fuerzas para no despanzarme de la risa!!!). Sí, señor. Es un Hospital que da abrigo a los viajeros, y ellos se tienen que ir a encontrar con un tal Juancho que es de ahí, debe trabajar en ese hospital. Pero yo no conozco ningún Juancho de Armenia(Armenia tiene 250 mil habitantes). ¿Qué tal si los roban? Por eso yo les digo que mejor se reporten, que alguien sepa a dónde ellos van, así que vengan por favor a tomarles testimonio, porque ese Juancho a mi me suena sospechoso. (¿? En base a qué????)La cuestión es que con la policía en camino ya no podíamos irnos, y mientras esperábamos, el señor nos decía: “es más, ya cancelé el taxi, a ver si la policía los lleva y se ahorra en viaje”, y terminaba la frase guiñando el ojo. La verdad es que si nos llevaban nos íbamos a ahorrar unos 10 pesos, pero ¿qué iba a pensar nuestro contacto? ¿Qué tal si se les ocurría requisarlo o algo? ¡Encima que nos estaba ayudando! Qué papelón….Cuando finalmente llegó la policía y vieron nuestras caras entendieron que el señor estaba preocupado de más, y mientras nos subían a un taxi le explicaban al hombre que “no todos son tan desconfiados con Internet, hoy en día eso es común”. Y él replicaba: “¡Pero cómo va a ser común que estos chicos duerman en un Hospital!”… Me reí mucho en el camino intentando recrear la imagen mental que este buen señor se había hecho, del Hospital de Viajeros Club que da abrigo a los viajeros!!! Que la gente se preocupe de modo personal por tu seguridad, eso te puede pasar si viajas a dedo en Colombia.
Finalmente Juancho no era ningún narcotraficante, y nos hospedó en su casa por una noche. Salimos al día siguiente con el fin de llegar hasta Salento, contentos por la experiencia del día anterior, aunque un poco cansados aún por todo el trabajo en Cali. Como Armenia es un rejunte de subidas y bajadas nos paramos en la ruta que va hacia la salida, lo más lejos que la bajada nos permitió llegar. Nadie frenaba y mi paciencia se agotaba de a chorros. En el semáforo, un chico de unos 17 años oficiaba de estatua viviente y recogía monedas de los conductores. Nos pusimos más lejos para no molestarlo, pero luego de esperar media hora vimos que se nos acercaba. Nos tendió la mano y nos preguntó de dónde éramos y si habíamos comido. Le dijimos que sí, que estábamos bien, y se despidió. A los diez minutos lo vimos acercarse otra vez. Traía dos vasos de café y cinco empanadas. Se sentó un momento con nosotros, pero no quiso desayunar, y se apresuró por volver a su puesto. Ese simple gesto me hizo emocionar hasta las lágrimas. Pensé mucho, y me sentí agradecida. Cuando terminamos de desayunar emprendimos nuestra tarea nuevamente, sin demasiado resultado. Vimos acercarse al chico nuevamente. Esta vez nos tendió la mano, llena de monedas. No quisimos aceptarla, y estuvimos discutiendo un buen rato, que sí, que no. Su última frase fue rotunda: “Siento más agrado de que ustedes las tengan, a mí me va bien. No me los desprecien porque me ven trabajando en la calle.” No nos quedó más que aceptarlas y abrazarlo agradecidos. Eran 6 mil pesos colombianos ($12 argentinos). Cuando esa misma noche le conté a mi mamá lo que había pasado, ella volvió a decirme algo que desde que me fui de viaje, repite con frecuencia: “Son ángeles que Dios les manda para el camino”. A mí no me gusta contradecirla en cuestiones de fe, pero la verdad es que en este caso debo hacer la excepción. Pensar que son ángeles les otorga un aura divina y celestial que les quita el mérito de sus actos; es como decir que se portan así porque son instrumento de Dios. Y yo los vi: son personas de carne y hueso, de penas y sonrisas como cualquier otro ser humano. Y son buenos porque esa es la esencia del hombre, aunque nos quieran hacer creer lo contrario. Cuando alguien me dice que lo que hacemos es muy peligroso yo siempre respondo: “Estoy convencida de que en mundo somos más las personas buenas que las malas, sólo que las malas se llevan mejor con la prensa”. Por eso, encontrarte con personas maravillosas, de corazón abierto y una amabilidad arrolladora, eso es lo que te puede pasar si viajas a dedo en Colombia.
Aquí, viajando por tu blog.
¡Qué maravilla de lugar!
Gracias escribir tus experiencias.
Saludos!
Que historia tan linda, Laura! Soy una colombiana viajera que hizo un eterno alto en Londres y leer estas historias me lleno de «orgullo patrio» y nostalgia. Un abrazo donde quiera que esten, los seguire leyendo.
Laura, como colombiano me emocioné mucho con tu narrativa de esta columna, Y gracias a Dios has tenido la oportunidad con Juan de compartir muchas experiencias en Colombia y sacar la conclusión que fuera de la naturaleza tan hermosa que el creador nos entregó, el 99.9% de nuestra gente es fenomenal con los personas de otras latitudes.
Muchas gracias!!! de todo corazón.,