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Como de Oro Rivadavia

17 de octubre de 2010

Considerando que uno de los objetivos de este viaje es derribar un poco los prejuicios y estereotipos, tratamos de tomar con pinzas las opiniones que la gente local siempre tiene respecto a la próxima ciudad que pensamos visitar. Es por el mismo motivo que evitamos mirar muchas fotos por anticipado, precisamente para llegar lo más “limpios” posibles, y poder ser así auténticos y objetivos a la hora de vivir la experiencia. Sin embargo, con Comodoro la cosa se iba a complicar: dos adjetivos se peleaban, cabeza a cabeza, el primer puesto a la hora de definir esta ciudad. Dos, y solo dos, como si de una reñida final de cualidades se tratase: fea y cara. En orden aleatorio según los gustos de cada persona, esas parecían ser las dos características resaltantes de este lugar al que todavía no habíamos llegado, y que ya parecía sacarnos las ganas de ir. Tomamos las primeras opiniones con poca importancia, pero a medida que pasaba el tiempo notamos que aún cambiando de entornos las valoraciones eran siempre las mismas, y que por lo general venían acompañadas de algún que otro fruncimiento de ceño y nariz. Así que empezamos a encuestar cada vez a más personas, esperando encontrar finalmente al ganador, a aquél a quien sonrientes pudiéramos decirle: “Felicitaciones, es usted el interlocutor número 1 que no defenestra a la pobre Comodoro Rivadavia. Se ha ganado nuestra simpatía”. Pero la búsqueda del agraciado nos resultó imposible. Era como si de repente, todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo secretamente, porque no hubo nadie que no se aferrara a estas dos palabras, ni siquiera alguien que por piedad dejara de lado alguna de las dos. Para todos Comodoro es fea y cara.

Con este panorama abandonamos Madryn, intrigados por la mala fama de la próxima parada y ansiosos por ver cómo evolucionaba nuestra relación con la ruta a medida que avanzábamos hacia el sur. Siendo que la experiencia en Viedma había rozado los límites de nuestra paciencia, volver a encontrarnos solos en la ruta, viendo como los Laterza se alejaban agitando las manos, nos puso a redoblar el corazón. Allí estábamos los cuatro otra vez: nosotros y nuestras firmes mochilas que no tardaron a bañarse de polvo envestidas por el viento constante. Cuidándonos el uno al otro, no nos confesamos la ansiedad que sentíamos por lo que estaba por venir, pero ambos sabíamos que los nervios eran más que compartidos. Esta era una nueva prueba, una muestra de lo que podía ser esa Patagonia que recién abordábamos y que no había tardado en mostrar los dientes.

Con el viento en pleno rock and roll hicimos base en la YPF y empezamos nuestro número, mapa en mano, con cada vehículo que se acercaba. Media hora de intentos y llegarían los primeros voluntarios: una parejita que arrepentida de la primera respuesta negativa volvió a buscarnos para llevarnos hasta Trelew. Nada mal para un reencuentro con la Ruta 3. Hacía allá fuimos, con pequeño city tour incluido y parada final en la estación de servicio de la salida del pueblo. Quince minutos bastaron para que estuviéramos de nuevo en ruta, en el C3 de Cacho, un mendocino que vive un mes en Comodoro y 15 días en Malargüe, visitando a su pequeño hijo. Poco más 1800 km de ida, y otros 1800 de vuelta. Un gran sacrificio que los miles mensuales del petróleo pagan. Ante nuestra pregunta sobre cómo era la ciudad, no sólo enumeró los tan conocidos adjetivos, sino que nos advirtió que la gente “es muy, pero muy mala onda”. Linda previa.

A medida que avanzábamos el camino se volvía más y más árido y comenzaban a observarse esas elegantes maquinarias llamadas guanacos o cigüeñas, según la región, encargadas de extraer petróleo. No importa la opinión ecologista o capitalista que uno pueda tener respecto a la actividad, es inevitable sentir simpatía por estos aparatos que se irguen señoriales en el horizonte, dando un incesante ejemplo ya sea de trabajo perseverante o bien de ambición incansable.

Una vez llegados a la ciudad, Cacho nos condujo hasta casa de Francisco, nuestro couch. Elegimos quedarnos en su casa por ser ellos una familia numerosa, dispuestos a compartir. Cuando leímos en su perfil que eran cristianos, debo admitir que sentimos un poco de temor a que eso resultara una barrera. Me considero respetuosa de todos los credos, siempre y cuando no haya una continua intención de convertir mis creencias o un constante machaque en cualquier conversación. Pero una cosa es poner un límite en el propio territorio, y otra muy distinta es pretender hacerlo en casa ajena. Así que hacia allá fuimos, un poco cautelosos y a la vez con ganas de que esta experiencia fuera diferente.

Muy para nuestra sorpresa nos recibió Jennifer, una chica colombiana, que viendo mi cara de mareo total me explicó que ella también era huésped, y que junto con Stefan, un chico australiano, estaban en casa de Francisco desde hacía un par de días. Ya si siendo cinco bajo el mismo techo aceptaban alojar a cuatro entonces debían ser una familia muy especial. Y de hecho lo son: Francisco es peruano y hace más de 25 años que reside en el país. Está casado con Laura, oriunda de Las Rosas, y tienen 3 hijos. Son cristianos, sí, pero la única forma de saberlo es leyendo su perfil, o preguntando en profundidad, porque ellos no profesan con la palabra sino con la acción, y eso me gusta. Así, tienen una parte de la casa destinada exclusivamente a recibir gente de couch, porque comprenden que la palabra de Dios se ve manifestada en la ayuda al prójimo, y eso no implica únicamente donar ropa a Caritas un par de veces al año, sino que la ayuda se puede dar todos los días, y el prójimo somos todos.

Esta estadía se vuelve repentinamente una gran enseñanza espiritual, y aunque aún no conocíamos la ciudad, el calificativo Feo se ponía en duda.

Jennifer resultó ser, con sus escasos 22 años, una enseñanza viviente. Su confianza en el Universo, que todo lo guía, puede o no ser entendía, pero me resultan interesantes sus conclusiones, similares a las de Juanca en Necochea. Así, guía ella su vida en base a las señales del universo, confía en el poder de la energía, de la palabra y en que las cosas fluyen. Jenny estudió sonoterapia, y en su abultada mochila transporta distintos elementos con los que practica su sanación. Entre ellos llama la atención un pesadísimo cuenco tibetano, que Jenny hace sonar golpeándolo suavemente, explicándonos el poder de las vibraciones sobre el alineamiento de nuestro cuerpo. Muy interesante. Más tarde llena el cuenco de agua y haciendo girar la misma vara con la que antes lo golpeaba nos muestra como emergen burbujas y cómo las mismas cambian a medida que nosotros hablamos del viaje o de cosas que amamos, poniendo mucha energía sobre el camino que resta hacia Groenlandia. Todo probablemente explicable en el desconocido terreno de la física (odio a veces mi escepticismo extremo). Sin embargo dejo mis vicios de lado y lo disfruto porque sé que ella lo hace con el corazón, así que trato de abrirme y de dejar que su energía me llegue.

La casa de nuestro anfitrión está ubicada sobre un cerro, a la entrada desde la ciudad. Tiene una magnifica vista al mar, pero aún así el paisaje lunar no termina de convencerme. Hay algo raro en Comodoro. Decidimos ir a explorar con nuestros propios ojos y antes de que podamos siquiera considerar la belleza del lugar comprobamos que en materia económica la ciudad vive otra realidad paralela a nuestro país. Acá todo se paga en precio oro: $40 el kg de morrones, $16 el de tomate ¡en super oferta!, $350 el peor par de sandalias marca once, $45 el kg de asado y así sucesivamente. Y de las cosas que estamos habituados a que sean caras, mejor ni hablar. Definitivamente, primer prejuicio comprobado. Claro, teniendo en cuenta que la mitad de la ciudad vive del petróleo y que el empleado menos calificado gana un sueldo que ronda los 10 mil pesos, se explica entonces que la ciudad esté inundada de Hi Lux, incluso estacionados frente a casas de chapa que a duras penas sobreviven al viento. Dentro del supermercado es otro planeta. Hacía años, muchos años, que no veía tantos changos llenos. Había incluso gente que se las rebuscaba para maniobrar con dos a la vez, rebalsados de mercadería. Las cajas rápidas, una especie en extinción. Mientras en los últimos años me acostumbré a que en los supermercados la gente controlara el código de barras del producto con el precio declarado en la estantería (ja, si te habré sacado la ficha Carrefour!), en Comodoro las mujeres parecían jugar básquet con los paquetes de fideos importados, que cargaban en cantidades industriales, sin siquiera mirar el importe. Los niños, nada de perseguir a sus padres tironeando del pantalón por un paquete de papas fritas, independientes tiraban lo que querían adentro del chango. Los caprichos son cosas de pobres. Soberbio. Creo que la ridiculez llegó a su climax cuando presencié como una mamá despreocupada consultaba a su pequeño hijo de unos 4 años qué juego de ollas llevar: si el de $540 o el de $720, cuya única diferencia consistía en un jarrito más, y atender a las preferencias del niño que se inclinó por el más caro “porque tiene florcitas naranjas, mamá”. El colmo. No solo que los precios son completamente intergalácticos, sino que a la gente parece no importarle. Es como si de la billetera sacaran esos papelitos del Juego de la Vida que simulan tener valor, pero que en realidad carecen del mismo totalmente. Petro pesos les llaman. Acá no hay chinos, no hay once, no hay opción barata. ¿Y la gente común? ¿Hay gente común, gente como uno? ¿O todos viven del oro negro? No, no todos. Hay gente que se considera común, pero que en los números dista también de serlo. No ganarán lo que el petrolero, pero aún así ganan bastante más que en cualquier parte del país, así que todos luchando por su pedacito de America. (Porque por su pedacito de tierra imposible, si consideramos que el terreno más cualunque ronda los 250 mil pesos….)

Ahora bien, ¿es tan fea? Yo traté de mirarla con lindos ojos, entorné mis pestañas buscando algún matiz que la rescatara, algo sobre lo que escribir que pudiera opacar las demás opiniones. Bueno, me costó y mucho. Comodoro tiene montañas y mar, pero no como las montañas que uno imagina. Las de allá son peladas, como de arcilla, sin acabar. Y en lo que a estructura de refiere, da la sensación de que la gente está de paso, que es una ciudad que en 10 años se va a desarmar, cuando ya no haya nada que extraer de la tierra. No hay bellezas arquitectónicas, ni esquinas hermoseadas, ni siquiera me atrevo a decir que hay un mínimo de planeamiento. La ciudad fue creciendo en paralelo al mar y se hizo larga. Tiene paisajes más bonitos, como Rada Tilly, una villa construida para los más pudientes, o algunas playas al norte, pero como ciudad…creo que los prejuiciosos van teniendo razón. Una sola persona me dijo que le encanta Comodoro, y esa fue Angeles, mi amiga nicoleña que vive acá hace unos 6 años. Pero sus argumentos están más relacionados con la economía que con lo que yo busco en una ciudad… El costo de vida que ella declara supera en 3 veces al mejor sueldo que alguna vez tuve en Buenos Aires. Ni que hablar de su salario. Pero así todo, es evidente que pudo hacerse de una gran cantidad de bienes materiales debido al alto sueldo que ofrece la ciudad, a pesar de ser tan cara. Y acá vuelvo a citar a Raúl, ese gran filósofo encubierto que nos explicó que si ganás 75 pero para vivir necesitas 73, en definitiva no sos tan rico. Tal vez ella tenga razón y yo sea demasiado romántica… Pero no sé si me interesaría poder comprarme un plasma para cada ambiente de mi casa, si tengo que vivir encerrada para no volarme con el viento, si no hay ni un cuadradito de pasto donde saciar la sed de la planta de mis pies.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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