• Menú
  • Menú

Calafateando la cosa nostra: de vivezas y glaciares

11 de diciembre de 2010

Llegar a Calafate suponía un avance. Aunque el cuenta kilómetros invisible de nuestras suelas no hubiese avanzado en demasía, el imaginarnos situados en la ladera este de nuestro país ya representaba un gran cambio. En mis adentros sentía un gran deseo de continuar, el viento pujante y el frío prolongado estaban complotando contra mi capacidad de disfrutar y saber que nos quedaba poco en Patagonia me daba ánimos. Por otra parte poner un pie en esta famosa ciudad era también cerrar con una cuenta ridículamente pendiente: es irónico que habiéndome ganado la vida vendiendo mayormente viajes a Ushuaia y Calafate no hubiese nunca visitado esas ciudades. De Ushuaia me empaché. De Calafate no pretendía tanto.

Llegamos cerca del mediodía en el auto alquilado de un camarógrafo de TN que nos dejó en la entrada del pueblo. Allí los árboles, que dividen las manos de la avenida principal se oleaban con el viento incipiente y mientras nosotros curioseábamos la nueva escenografía, Andrea llegó en nuestra búsqueda. La oferta hotelera de la ciudad basta para satisfacer a todo el mundo, pero no para dejar contentos a dos viajeros-bloggeros que se maravillan con las historias menos contadas. Así que siguiendo nuestro estilo contracté a Andre por la red de viajeros.com y aquí estábamos, conociéndonos rumbo a su casa. No habíamos hecho ni media cuadra que nuestra amiga ya nos confesaba lo mucho que le costaba cambiar el calor de su Tucumán natal por el viento encarnizado de Calafate. Sin embargo, como ya habíamos escuchado, las oportunidades soplan por estos lados, así que aquí estaba ella conviviendo con su hermana Cynthia, su cuñado y sus dos sobrinos, en una hermosa casa de madera. Un poco de vida familiar nos haría bien para seguir camino.

Cuando comencé a trabajar en turismo, con mucho estudio pero poquísima experiencia, tuve que aprender la primer regla de todo aquél que se consagre vendedor: mentir o “disfrazar verdades”, como suele decirse. Aunque no esté de acuerdo con este principio básico, la honestidad no siempre es una buena aliada. Cuando se nos sienta en frente un pasajero ansioso por viajar y pregunta: ¿cómo es Calafate?, no podemos responderle “No sé, la verdad es que no tengo idea porque nunca fui” porque sería el fin de nuestro empleo. Así que a falta de experiencias personales tuve que adoptar vivencias ajenas y hacerlas propias hasta llegar a un punto en que de tanto repetir las mismas frases incorporadas llegué a sentir que no necesitaba viajar a esos sitios para poder trabajar mejor. Tan mal, debo decir, no me fue. No solo porque logré conservar mi trabajo sino porque rara vez tuve un pasajero desconforme. Pero era hora de saldar cuentas, y aquí estaba. No sé porque, cuando alguien compra un paquete donde se incluyen dos ciudades diferentes la gente tiende a preguntar cuál es más linda. Y mi respuesta apropiada en la competencia “Ushuaia vs. Calafate” era siempre igual: en un apenas perceptible tono de desprecio aseguraba que Calafate era sólo un pueblito, para concluir afirmando que Ushuaia era una ciudad, dejando en claro cuáles eran mis preferencias. Primer gran error. Ahora que veo con mis propios ojos aquello que mi voz se cansó de describir compruebo que Calafate es un pueblo hermoso, y hasta se me hace más acogedor que Ushuaia. Los colores que predominan son el verde de los árboles del centro y el marrón de la madera, utilizada en gran parte de los negocios. Y allá, a lo lejos, el turquesa agudo del Lago Buenos Aires. Un pueblito, sí, pero precioso.

Sin embargo, como es sabido, el atractivo principal de este lugar es nada más ni nada menos que el mismísimo glaciar Perito Moreno, y hacia allí decidimos llegar en nuestro segundo día de viaje. Los 80 km. que separan al pueblo con el Parque Nacional deben hacerse en vehículo privado o, en caso de no contar con tanta independencia por aquellas latitudes, en transfer, lo que supone un costo de aproximadamente U$D 35 y una anulación de esta opción en nuestras mentes. Si llegamos hasta la Antártida a dedo, ¿cómo no íbamos a conseguir ver otro poco de hielo de la misma forma? Esta vez, no obstante, contábamos con compañía: mi amigo Salvatore se unía a la caravana y debutaba en esta nueva alternativa de transporte. De manera que el día se presentaba prometedor: a un paseo de por sí interesante se sumaba el hecho de poder compartirlo con un amigo amante de los viajes y a quien no veía desde hacía un tiempo. A él lo conocí allá a principios de año, cuando habiéndome apenas iniciado en la fantástica experiencia de CouchSurfing recibí su solicitud para quedarse en casa por dos o tres noches. Pero lo que iba a ser apenas un fin de semana de convivencia se vio truncado cuando un par de adictos a lo ajeno, navaja de por medio, le sacó su mochila con absolutamente todos su documentos y dinero, y no le quedo otra opción más que extender su estadía por unos diez días hasta resolver su situación. Y en esa convivencia, forzada por las circunstancias y agravada por el mal sabor que deja ser despojado de toda documentación, Salvatore y yo descubrimos que teníamos muchas cosas en común, pero por sobretodo una que nos unía desde el comienzo: nuestro amor incondicional por la mochila y una curiosidad que de fronteras no entiende nada. Me costó mucho convencer a mi nuevo amigo de que un tropezón no es caída y de que esta mala experiencia en Capital no suponía ningún tipo de augurio ni advertencia del destino. Mientras me imaginaba a su mamá italiana con delantal y agitando por los aires su palo de amasar mientras despotricaba contra esta mala influencia argentina, lo persuadí de que siguiera su rumbo y a su corazón sin importar lo que su familia tuviese pensado para su futuro. Y como guiñándome un ojo, el destino quiso que sus papeles aparecieran en la embajada al poco tiempo y con un poco más de fe Salvatore se embarcó hacia Patagonia agradeciéndome y recortando despedidas, como me había anticipado que haría.

De todo esto había ya pasado casi un año, habiendo mi amigo paseado por Patagonia, regresado a la casa de la mamma que intentó presentarle cuanto papagayo soltero anduviera suelto, ahorrado nuevamente y regresado ahora con mucha más actitud que la vez anterior. El objetivo actual: llegar hasta México desde Buenos Aires. Pero un nuevo comienzo no estaría completo sin un pequeño reencuentro, y aquí estaba mi amigo, haciendo tiempo en el sur para que pudiéramos vernos nuevamente y alegrarnos por los caminos de ambos. Nos encontramos por la mañana en el centro del pueblo y con un poco de ayuda llegamos hasta la salida, justo en donde los vehículos aceleran su paso para acercarse más al glaciar.

Hacer dedo de a tres no es tarea sencilla, pero sabiendo de la inconfesada desconfianza de mi amigo decidimos ponerle más entusiasmo que de costumbre. Por ser su primera vez, Salvatore sentía esa mezcla de nervios y adrenalina propia de lo desconocido. Nosotros, la presión de estar jugando nuestro juego frente a un novato y tener que demostrar que no contamos con una oculta colección de boletos de bus, sino que realmente esto es lo que hacemos. Naturalmente, la cosa no fue fácil. Así como una criatura que puertas adentro habla como una transmisión de AM para luego declararse en huelga justo cuando los padres pretender impresionar a cualquier extraño, la ruta parecía estar empacada y a medida que el tiempo pasaba mi esperanza iba en decaimiento. Igualmente no estaba decidida a perder así frente a mi amigo, por lo que idee un nuevo plan hasta ahora nunca puesto en marcha: tantos años de danza debían servir para algo, así que nos alinee en el cordón de la vereda y decidí improvisar una coreografía que llamase la atención. Logramos un par de sonrisas, algunos bocinazos, hasta que finalmente un auto se detuvo. Era, evidentemente, un coche alquilado que iba comandado por un turista suizo que viajaba solo y, por lo visto, parecía gustar de la música pop barata: el danz danz de las Bandana detonaba los parlantes. No hubo tiempo para expresar mi sorpresa ya que ni bien cerró la puerta la sonrisa de Salvatore acaparó mi atención. Estaba feliz con el logro y ya nada importaba. Nuestro conductor no iba hasta el Parque sino hasta unos kilómetros antes, pero en otra guiñada del destino el supuesto cartel que indicaba su desvío jamás apareció y nos encontramos en la puerta del Parque con un conductor frustrado por haberse perdido pero alegre de habernos podido ayudar más de lo pensado.

La entrada al Parque Nacional se encuentra a unos 30 km del glaciar y es allí en donde uno debe abonar su ticket. El precio de esta temporada era de AR$ 8 estudiantes, AR$ 25 argentinos y ¡¡¡AR$ 75 extranjeros!!! Un horror. Aclaro: no estoy en contra de que haya una diferencia, pero esto es un despropósito. ¿Qué tienen las retinas extranjeras que haga que una miradita europea salga más cara que una argentina? ¿Acaso tienen ellos alguna especie de chip fotográfico que les permite retener más? Nosotros nos quedamos algo indignados en la entrada, pero mi amigo parecía estar acostumbrado. Sin embargo, hasta ahora, todos habíamos permanecido en silencio. Cuando fue el momento de abonar, y antes de que pudiera decir nada, el simpático guarda parque me pidió el carné de estudiante (que halago!). Entre lamentos por no tenerlo encima, un hábil discurso acerca del viaje que realizábamos, las notas que escribíamos y una carné de periodista de dudosa procedencia logramos que el Guarda Parque mayor (que parecía escapado del Madame Tussauds) nos dejara pasar a los tres por la módica suma de AR$ 8, en una entrada que no se sabía si era de estudiante, periodista o “ganada por mareo”. Y allí estábamos, nuevamente victoriosos mientras Salvatore sonreía hasta casi tocar sus lagrimales, sintiéndose un pícaro tremendo por haberse ahorrado una buena suma y hacerse pasar por estudiante local, todo en una misma tarde.

Desde allí seguimos caminando, hicimos dedo nuevamente y finalmente llegamos hasta ese punto que tantas veces había visto. Allí imponente estaba el glaciar, con sus miles de azules asomándose entre las grietas, extendiéndose hasta donde la vista se pierde. Había visto ya demasiado hielo, es cierto, pero no dejo de admirar su belleza. En algo de silencio que logré rescatar dejé que mis ojos se escapen por un rato hacia el fondo de esta muralla y miles de recuerdos vinieron a mi mente.

Qué increíble se me hacía estar allí después de tanto tiempo, de tantas fotos, de tantas ganas… Pero de repente, algo interrumpió mis más profundos pensamientos y no se trataba precisamente de ese pedazo de glaciar que se acababa de desprender para la cámara de los turistas pacientes. Hubo una vez una amable pasajera mexicana que se tomó el trabajo de venir a agradecerme a la agencia, bombones incluidos y que antes de retirarse (y en ese tono finito y amigable que los caracteriza) me dijo: “Qué increíble, Laurita, que eso se derrita y se vuelva a formar todos los inviernos”… Me rio sola ahora que, frente a tamaña formación, recuerdo la decepción de esa señora que tuvo que oír de mi voz la explicación de que los glaciares llevan años allí donde están, dándose cuenta de que había pasado por aquí sin entender absolutamente nada.

El regreso al pueblo lo hicimos también a dedo, con un poco más de dificultad por la lluvia, pero exitosos al fin. Nos volvimos a despedir de Salvatore y nuevamente nos cobijamos en casa de Andrea. Un par de días oficiando como niñeros de los nenes más simpáticos que me he cruzado en mi vida, y nuevamente a la ruta. Nos quedamos con muchas ganas de seguir compartiendo con esta hermosa familia, pero la Navidad nos viene corriendo y tenemos un enorme desafío por delante.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

Ver historias

Dejar una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

3 comentarios