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Antología de inviernos

Invierno y yo tenemos una historia de enfrentamientos que se remonta hasta donde se me estira la memoria. Invierno, y mi mamá me sentaba arriba del hogar y me enrollaba las piernas con cancanes rojos de uniforme. Invierno, y las clases de gimnasia se envolvían de luz artificial a las siete de la mañana, de un aliento dormido que se congelaba nomás al salir de la boca, de una sensación de tortura china, eterna, sin nada que confesar. Invierno de nuevo, y las rodillas soportaban estoicas el jumper corto de secundaria, las medias finas anti nada, las caminatas a las 6.30 por calles que todavía no eran de día, preguntando por qué, cuándo enero, cuánto falta.

Lo tengo todo bien fresquito (que interesante coincidencia): dejar la felicidad guardada en el armario y volverla a sacar allá por septiembre – octubre (pasé buena parte de la vida convencida de que nadie en su sano juicio podía llegar a ser feliz con quichicientas capas de ropa encima); las promesas improbables a las 5.45 frente al espejo del baño (“cuando seamos grandes nos vamos a ir a vivir a un país tropical donde podamos andar en ojotas todo el día”); el placer desmesurado de que las 11 de la mañana me encontraran tapada hasta la nariz un sábado de julio y de lluvia.

Los años de frío y escuela fueron un trauma profundo.

Cuando me anoté en la universidad, elegí empezar a cursar a las 10 de la mañana. No había turno tarde disponible. A mí no me importó nada. Las 10 estaban más cerca del mediodía que de la madrugada. Fue un acto de rebeldía con delay.

Tres años más tarde cumplí a medias mi promesa de baño y me fui a vivir a Iguazú. No era otro país, pero al menos hacía calor, y mucho. Levantarse a las 7 era un acto natural: hacía tanto calor que no había forma posible de seguir soportando las sábanas. Se quejaba todo el mundo. Ardían con la lengua afuera los aires acondicionados. No podía ser más feliz.

Después vino un período de acostumbramiento y resignación, porque la vida tropical no me duró para siempre. De esos años ─los de Buenos Aires, los del viento en las esquinas y los abrigos que nunca estaban en liquidación─ recuerdo poco. Un placard repleto de pantalones, un 9 de julio que nevó en la capital, el abrazo agradecido y viciado de las bocas del subte. Volví a pensar que frío y felicidad eran el agua y el aceite de la meteorología. Agradecí haber nacido en febrero a pesar de la lluvia y los útiles escolares como regalo. Retomé mis promesas matutinas y empecé a mirar mapas.

Tuvieron que pasar varios inviernos más para que yo descubriera que sí, que se podía sonreír con los labios morados.

I

“Deberías esquiar en Baqueira Beret”, me dijo el novio de Ana, con una torre de rastas sobre su cabeza y un pela papas en la mano. Yo no había escuchado nunca ese nombre y pensé que se estaba aprovechando de mi inocencia. Lo miré con desconfianza. “Es en serio. Es un lugar que está al norte de España, y la nieve tiene una composición diferente a la de que acá, en Ushuaia”. Para él, que se había criado en “la isla” entre pinos altos e inviernos sin luz, los esquíes eran una extensión de sus piernas. No se percató de mi sorpresa al enterarme que la nieve podía ser distinta en latitudes diferentes, o que jamás se me había pasado por la cabeza la idea de resbalar montaña abajo con las piernas en paralelo. Me fascinaba, de todos modos, la pasión que le ponía. No dejaba de preparar su comida vegana, y ya había dejado de mirarme a los ojos, pero no había perdido la concentración. “Yo no entiendo a la gente que le gusta la playa. El calor me da ganas de salir corriendo. En cambio en Baqueira, arriba de la montaña, es como entrar en comunión. Cuando ves el cielo celeste, limpio y sin fin, y la nieve tan pero tan blanca…no sé, ese momento no se puede explicar, te dan ganas de abrazar al mundo”.

El chico de las rastas siguió cocinando y a mí sus frases me quedaron retumbando un buen rato. En Ushuaia hacía frío a pesar de ser septiembre. Yo empezaba a disfrutar de la vida sin rutinas, un poco de invierno incluido. Baqueira Beret era uno de esos nombres que me sonaban a mapas mágicos. Había hecho tantas cosas nuevas en los últimos meses, que quién sabe, quizá un día terminaría esquiando montaña abajo. Acabábamos de comenzar el viaje con Juan, todavía tenía la alarma programada en el teléfono y esa transición ─la de la vida en Buenos Aires hacia una vida en el mundo─ estaba llena de posibilidades. Incluso, posibilidades de invierno.

Esto fue unos días después de esa conversación. Algo estaba pasando…

II

Me di cuenta de que era feliz ─y que esa felicidad tenía que ver con el invierno─ una mañana de agosto en donde el sol no alcanzaba para iluminar el balcón. Desde la ventana del segundo piso, las copas de los árboles se movían con soltura y desde la cama ─que era más bien un colchón sobre el suelo─ ya se olía el olor a tostadas. La conjugación de todo eso ─cama, viento, luz gris y olor a pan tostado─ era el inicio de una rutina diaria a la que no me había costado amoldarme. Todos los días eran iguales: Juan se levantaba primero, prendía la estufa del living, levantaba la persiana de la ventana balcón, preparaba el desayuno y dejaba que yo me despertara sola con el movimiento. Al rato nos encontrábamos en la sala, todavía en pantuflas y pijama, y con el verde agitado de la plaza como telón de fondo, empezábamos el día. Después nos pasábamos las siguientes siete u ocho horas sentados frente a la computadora, escribiendo “Caminos Invisibles” y viendo el invierno pasar desde la calidez de nuestro departamento alquilado.

Cuando esto pasa afuera…
…pero vos estás adentro.

Había rutina, había mucho trabajo, pero no había necesidad de salir. Ni de uniformes. Ni de madrugada. Ni de nada que quebrantara la voluntad del cuerpo. Ese año no tuve prisa de primavera. Entendí que para concentrarse el invierno era mejor opción, y elaboramos teorías al respecto. Aprendí a preparar capuchinos, caté tés de todos los sabores y me pregunté qué otras cosas que yo no me imaginaba eran mejor cuanto más lejos del verano.

Un viaje en tren por Rumania, no sería lo mismo en pleno verano.

III

Respirar. Sentir que el aire limpio se va colando de a poco en los pulmones. Que el propio cuerpo lo calienta. Que no hay nada de más en ese aire. Islandia, aún en primavera, se parecía más a la Patagonia de junio que a los campos en flor, y el acto involuntario de cargar el cuerpo de oxígeno, con ese frío y todo, se vuelve un descubrimiento. Es mayo de 2014 y es la primera vez que hago un viaje ─para mí─ de invierno, sin renegar del invierno. Un viaje que está lleno de planes ─otra vez para mí─ de otros climas: hacer dedo, acampar, no pasarse todo el día al lado de la estufa.

Son casi veinte días recorriendo la isla contra viento, nieve y gelidez. Casi veinte días de no ver árboles ─en Islandia hay muy pocos─, de tomar muchas sopas instantáneas, de ver los verdes más verdes y menos tropicales del mundo, de entender, aunque sea de a poco, que nada de todo eso que nos maravilla sería lo mismo si estuviéramos más cerca del Ecuador. Islandia, ni más ni menos, fue el mejor viaje de mi vida.

Los cielos de invierno también tienen otro color.

Por eso, decía ─o debería decir─ que Invierno y yo tenemos una historia de enfrentamientos que se remonta hasta donde se me estira la memoria y se termina en ese instante en que dejé de vivir la vida que se suponía, y empecé a vivir la vida que quería yo. No es que haya dejado los fundamentalismos, ojo. Sigo sintiendo que algo dentro de mí se marchita a veces cuando empieza el viento de otoño y los chicos se preguntan cuál será el último día de pileta. Sólo que ahora, que el despertador no me atosiga y que sé que puedo elegir, elijo el invierno cuando le tengo ganas. Cuando me imagino viajando en le Transiberiano en plena nevada o tomando el té en alguna confitería búlgara. O cuando me acuerdo de Antártida y pienso en Alaska casi por asociación. Cuando, en días como hoy en que la lluvia no se decide y me pongo un par de medias, pienso que no estaría tan mal sentarse a escribir al calor de la estufa, experimentar Siberia de un modo literal o aprender a esquiar, finalmente, en Baqueira Beret.

Laura Lazzarino

Soy Laura y desde 2008 vivo con mi mochila a cuestas, con un único objetivo: viajar para contarlo. Este blog es el resultado de mis aventuras a lo largo de +70 países. ¡Bienvenido a bordo!

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