Tardé casi 31 años en tomar la decisión. El último sábado antes de viajar África, me senté frente a un espejo y le pedí a Agustín que me cortara el pelo. Tenía una revista sobre las piernas con la cara de Araceli González en la tapa, y una foto de una modelo rubia en el celular. “Lo quiero así”, le dije, y cerré los ojos con fuerza.
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Era amarillo bebé, y tenía las cerdas tan suaves como inútiles. A mis dos o tres años, yo ya había entendido que la vida era cuestión de avanzar y avanzar, y ese peinecito de recién nacido ─el único con el que me dejaba no-peinar─ era el objeto que me mantenía enlazada a lo más primordial de mi infancia. Jamás se pasó por mi mente pequeña que el cepillito en cuestión era de fabricación china y, por ende, plural y repetible. No pude entender, cuando entramos a la casa del vecino, que el peine de su nena bebé era el suyo y no el mío, y zapateé y reclamé y lloré tanto, que la cena de los grandes tuvo que verse interrumpida, mientras una nena cuyo nombre no recuerdo lloraba y pataleaba con justa razón y mis papás me llevaban a mi casa con un peine ajeno que no quería soltar. Nunca supe si cumplieron con la promesa de devolver lo expropiado ni bien regresáramos a mi casa y yo viera que del famoso peine había dos. Ese es el primer recuerdo de mi vida.
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Cuando yo era chica, mi mamá nos cortaba el pelo a Carla y a mí casi a escondidas de mi papá. El ciclo era siempre el mismo: como los canales de tele que cuentan los días que faltan para la primavera, mi mamá anunciaba en voz alta que pronto iríamos de mi abuela para que nos cortase el cabello. Si lo decía de frente, como quien saca tema de conversación, mi papá iba a ir al choque, a decir que no, que las nenas de pelo largo eran más lindas. Entonces, a veces, mi mamá lo decía como quien no quiere la cosa, en medio de la cena. Otras veces volvía a repetirlo ─cada vez con más energía y cada vez con menos paciencia─ cuando mi hermana y yo pasábamos horas bajo la luz de la cocina, repugnadas del olor a vinagre, mientras ella nos pasaba el peine fino. Mi papá nunca se hacía cargo, ni de los piojos ni del champú, pero siempre tenía un pero. Entonces un día cualquiera, mi mamá aprovechaba que mi papá estaba en la fábrica, nos llevaba a casa de su mamá, y mi abuela nos tijereteaba las puntas sin asco. Después, inminentemente, venía la pelea. Tengo recuerdos muy vividos de mis papás peleando horrorosamente por algo tan estúpido como el pelo. Cuando un día, un compañero de escuela preguntó por qué cortarse el pelo no duele, tuve ganas de decirle que estaba equivocado.
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El método era ciento por ciento falible, pero yo estaba ciento por ciento convencida de que era eficaz. Para saber si la colita estaba centrada en la parte posterior de mi cabeza, yo me sentaba derechita, cerraba los ojos y, con el uniforme de escuela de monjas recién puesto, apoyaba los dos dedos índices sobre mi tabique y los hacía recorrer la circunferencia de mi cabeza juntos, a la misma velocidad. Si llegaban a tocar la gomita de pelo al mismo tiempo, entonces mi mamá había hecho bien el trabajo. Si no, me sacaba la gomita con bronca y lloraba insoportablemente, hasta que me la volvía a hacer o, cansadísima de mis caprichos capilares, me mandaba a la escuela a medio peinar y con los ojos rojos llenos de rabia.
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El único momento de tregua que recuerdo fue cerca de mis dieciséis. Algo raro andaba pasando con mis hormonas, que un día me levanté y el espejo me dijo que tenía rulos. Me habrán durado cosa de uno o dos años, pero fueron meses en los que me dejé el pelo largo hasta la cintura, y adoré verlo caer de tanto en tanto, como cascadas rebeldes y brillosas sobre mis hombros. Después se le pasó la pasión y volvió a ser el mismo pelo insulso de siempre, de cuero cabelludo graso y unas ondas que ni fú ni fá. Entonces yo también volví a ser la de siempre, y compré gomitas con meticulosidad farmacológica.
A la colita perfecta y tirante renuncié cuando, recién entrada en la adolescencia, decidí que la belleza está muy lejos de la perfección.
A los quince intercalaba colas desprolijas con rodetes cómodos de salón de danza y redecillas.
A los dieciocho el rodete devino en chufo.
A los veinte aprendí a trenzarme el pelo.
A los veinticinco ya sabía hacerme trenzas de varios tipos, sin mirarme al espejo y sin la necesidad de dejar de hacer otras cosas mientras me peinaba.
Suelto no lo volví a usar jamás.
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El primer tijeretazo fue preciso y no tuve tiempo de arrepentirme. No quería tampoco. El viaje a África me estaba sirviendo de excusa ─porque allá no hay mucha agua, porque a mí el pelo se me nota sucio en seguida, porque con el calor es más cómodo, porque total nadie me conoce─, aunque en realidad, yo tenía ganas de cortarme el pelo drásticamente desde el día en que me di cuenta de lo harta que estaba de decir que no cada vez que alguien me sugería “dejatelo suelto”. No hubo hombre en mi vida que no quisiera desvestirme de hebillas y gomitas y trenzas y es curioso, porque a la vez, no hubo hombre en mi vida que me conociera con el pelo sin atar. Hasta ayer, yo sentía que para poder pensar bien, para poder escribir bien, para poder amar bien, tenía que tener la nuca desnuda.
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En mi lista de ítems de cosas para hacer antes de morir, el punto número dos dice “cortarme el pelo drásticamente”. No me animé a poner “a lo varón” ni “como Celeste Cid en la peli esa que se enamora con la maceta”. Y no puse nada de eso porque la sola idea de cambiar algo tan pertinente a mi imagen, a mi cara en sí, me daba miedo. “¿Y si me queda horrible?” “¿Si pierdo mi femineidad?” Por eso esta mañana me obligué, porque detrás de ese miedo había muchas ganas, y más que ganas, había una necesidad inexplicable de cortar con una vida de ataduras. Despojarme del pelo sería también dejar caer al piso los posibles “¿qué te hiciste?” para darle paso a los “esto es lo que quiero”. Y a medida que Agustín me iba desmechando y aparecía frente al espejo mi nueva cara, empecé a sentir, sencillamente, que esa era yo, que más que cortarme el pelo me estaba tallando, que no hacía otra cosa que sacarme de encima ese ideal impuesto de hermosura, las luchas internas y constantes contra la supuesta delicadeza de un pelo suelto que nunca quise, los mensajes taladros de todas las marcas de champú, las frustraciones perpetuadas por el pelo lacio y sedoso que jamás tuve ni tendré, las teóricas obligaciones que cualquier mujer que se precie debe tener respecto a su pelo. Las penas, los prejuicios, las culpas y todo eso que siempre, desde el momento en que alguien puso un moñito rosa sobre mi cabeza, estuvo de más.
Leí esto y me vino a la mente el día que me lo corte hace unos 3 años. Tenía 21 y todo comenzó con un rapado en un lateral en modo de juego, muchas veces me miraba al espejo y me trataba de imaginar con los rulos cortitos pero nunca hasta ese entonces, anduve unas semanas alternando ese rapado con pelo largo hasta que zaz!! vino mi vieja de visita y le agarro un ataque de locura total ¿de qué como me había rapado’ ¿de que qué me había hecho en el pelo? discutimos muy fuerte y termine en la peluquería con ella. Ante mi ataque de ira por su actitud y a modo de revancha por su actitud (soy bastante cabrona) le pedi al peluquero que me lo emparejara y me lo dejara cortito, no voy a mentir y negar que el primer tijeretazo me saco una lagrima por dentro, pero después vinieron más y más y por último me vi en el espejo como vos decis «como un pibe», salí y lloré. Pasaron los días y descubrí la felicidad de ese nuevo corte, de levantarme y no tener una complicación por tener que arreglarme ese rulo rebelde todas las mañanas, por despreocuparme por el viento ya que simplemente siempre iba a estar con la maraña desaliñada, comencé a ser feliz y tal cómo dijeron arriba el pelo corto sencillamente es un viaje de ida! Desde entonces cada 2 meses voy a retocarme o a cortarme algo porque siento que «lo tengo largo». Aguante el pelo corto! y felicitaciones por animarte!!
Maravilloso, la vida cambia y uno también, felicidades por la decisión. Y de la foto muy buen corte.
La historia de tu cabello antes y tu corte ahora me encanto.
Te acabó de descubrir y me has encantado! Eres inspiración y ya tengo ganas de leer cada uno de tus posts 🙂
Gracias! Bienvenida!
Niña!!! jajaja…se ve que hubo algo en estos días….yo estando acampando en el medio de la precordillera en Chile, me agarró la loca y me rapé….jajaja..y ahora leí tu post y como siempre…me sentí justamente identificada…jajajajaja, Abrazos a ambos! que lindo que ya estén en Africa!!! Buenos Caminos!!!! 🙂
Yo estoy contemplando la cortada de mi pelo. De jovencita lo tenía largo y corto. A los 13-14 años, no quería ser niña y me lo corté estilo «Backstreet Boys»….quería ser varón porque ser niña durante la pubertad no era divertido, jaja. Ahora, a los 29, me siento muy cómoda con ser mujer y más femenina, pero tengo unas ganas de raparme el pelo!! Todavía no lo he hecho. Lo que me tranquiliza es que el pelo vuelve a crecer (hasta más sano y fuerte)….pero quiero sentir la libertad de no tener pelo. Tu post me está inspirando y motivando. Espero que disfrutes de tu aventura en Africa, te tengo envidia de la buena!
Que lindas palabras!!! Gracias por compartirte. 🙂 te seguiré leyendo. ^^
«las teóricas obligaciones que cualquier mujer que se precie debe tener respecto a su pelo». Buenísima entrada Lau y me quedo con esta frase… Recién a los 30, hace unos meses atrás, en España curiosamente (en casa no me animaba, me «iban a ver todos los que me conocen con el pelo corto») me animé al tijeretazo. Pensando en lo mal que me iba a quedar no podía tomar la decisión -supongo que al igual que muchas otras decisiones que empiezan a caer por su propio peso y uno deja de darle tal importancia o a darle la importancia que merecen, en definitiva no deja de ser pelo.-
La semana pasada, en medio de las montañas de las toscana sin peluquerías a mi alrededor y no aguantando más mi pelo, le pedí a mi novio que oficiara de peluquero. No sólo no quedó mal sino que de ahora en adelante, tengo peluquero propio.
Un saludo! Y a viajar!
Jajaja qué coraje!!! Ni loca le doy mi cabeza a Juan! jajaaja
Todo un tema el pelo, la melena, lo que nos representa. Supongo que la relación con nuestro pelo, como mujeres, es algo muy simbólico e importante, aunque no se hable tanto de ello como de otras cuestiones.
Reconozco que para mí, mi pelo, la historia de su crecimiento y recortes, la trenza que descansa sobre mi estanteria, la melena llegándome hasta el culo… Mi pelo es símbolo, símbolo e historia. Representación y memoria.
Fui una niña de media melena y moñito en un lado de la cabeza. Luego tuve un pelo casco a lo barón y a partir de ahí, empecé a dejarlo crecer, siendo la media melena mi peinado estrella. Luego lo teñí de negro, luego de pelirrojo y nuevamente lo dejé crecer.
A los 19, eran muchas cosas las que tenía que cortar y sanar y mi pelo era como un testigo de ello, así que un día cogí las tijeras y lo corté a la mitad. No fue suficiente y a la semana siguiente, tijeras de nuevo en mano, lo recorté todo, mechón a mechón, hasta que me quedó un corte tipo garzon como el que llevas ahora, solo que despuntado y desigualado.
Era algo que necesitaba hacer, pero no me gustó nada. Me costaba reconocerme en el espejo cada mañana. Supongo que aunque mi deseo fuera cortar, había cosas que no basta con un corte de cabello para sanarlas.
Hoy, más de 5 años después, ese cabello que me corté radicalmente, ha llegado hasta uno de mis objetivos. Mi melena llega ahí donde la espalda pierde su nombre y el viaje ha sido testigo de su crecimiento. Me gusta verlo así, porque es hoy para mí, aunque pocas veces lo lleve suelto, un símbolo de la constancia, del esfuerzo que me ha costado creer en mí y en mis posibilidades para llegar hasta aquí, pero estoy, estoy aquí, he llegado y mi pelo ha cruzado finalmente el umbral que parecía inalcanzable.
Este año, cumplo 25. La fecha que la niña que era hace muchos años dijo que era la fecha máxima para cortarme el pelo al cero, al cero. Y me maldigo porque esa tontería de niña me pesa y ya que me lo había cortado como garzon, que me costaba hace 5 años habermelo cortado al cero para cumplir mi capricho de niña. Pero no melo corté al cero, así que sigue siendo un objetivo pendiente. Quedan meses y dudo que me atreva a pegar un cambio tan grande.
Se que es el momento y que la niña lo entenderá. Aún tiene que crecer, luego ya se verá.
Por cierto, estás guapísima y está claro que has elegido un buen momento. África es la excusa perfecta para un cambio así.
Ansiosa de oír las nuevas historias!
Un abrazo,
Andrea
Hola yo me lo he cortado hace un año y fue una cosa sin pensarlo, sin anastesia sin modelo de por medio con unos amigos super locos, fue muy gracioso verme al espejo, luego comprendi que iba a ser muy complicado volver a tenerlo largo pues es rizado y cada vez que crece soy un brocoli con patas.
Genial